Desde el punto de vista de un
experto, el trasero que tan dulcemente se alzaba hacia el cielo, a unos seis
metros delante de Peter, era el más provocativo que había tenido la buena
fortuna de admirar: sensualmente redondeado, firme, respingón, se prolongaba en
unas piernas torneadas y unos delicados pies. El efecto final era tan atractivo
que los horrendos pantalones de un gris indefinido apenas hacían mella en la
armonía del conjunto.
El espectáculo era una
compensación por todas las desgracias que había sufrido hasta ese momento, lo
que incluía la eterna llovizna que había estado cayendo sin parar desde hacía
tres días, cuando su coche había entrado traqueteando ruidosamente en el
purgatorio lleno de baches e infestado de tojos de los yermos montes de
Cornualles.
Bien, si tan sólo pudiera ver
el resto del paquete que venía con ese dulce trasero, pensó Peter, reclinándose
contra la puerta de la caballeriza.
Pero la pequeña ladrona
continuaba revolviendo los bolsillos del borracho. Éste estaba completamente
inconsciente y sus ronquidos resonaban más que un molino maderero, lo cual
podía ser la causa de que la muchacha no hubiese oído llegar a Peter, con el
caballo tras de sí.
Su coche se había topado con
uno de aquellos malditos hoyos tan comunes en este miserable nexo del universo,
y había quedado varado junto con Tahj, la sombra y conciencia budista de Peter,
hasta que éste pudiera enviarles ayuda.
Feliz de poder observar, Peter
se acomodó en una posición más confortable y el granuja se abstuvo de advertir
su presencia a la muchacha. Bien podía aprovechar cuando se le presentaba una
oportunidad de pasarlo bien, y con toda seguridad ése era el caso.
Lo envolvió un confuso delirio
mientras permanecía ahí de pie, preguntándose distraídamente si sería posible
que uno quedara prendado de un trasero, sintiendo una vaga curiosidad acerca de
qué sería lo que aquella chavala pretendía robar, ya que no parecía estar
llevándose cosa alguna.
Aquel pensamiento quedó
relegado al olvido cuando el ligero sombrero de la joven se le cayó de la
cabeza, revelando una sedosa cascada de cabello negro azulado que se derramó
sobre el suelo en brillante charco junto a la cabeza del borracho.
Peter apretó los puños a los
costados del cuerpo mientras su excitación aumentaba hasta convertirse en una
punzada casi intolerable que le recordó, con bastante intensidad, cuánto tiempo
había pasado desde que había tenido sexo con una mujer.
Cinco meses, seis días y doce
horas, minuto más, minuto menos.
Había comenzado a llevar la
cuenta, y se preguntaba cuándo se le pasaría aquella anomalía. Debería
alegrarse de que sus negocios lo hubiesen sacado de Londres; de otro modo, su
reputación de libertino de primera clase se habría arruinado completamente. Su
juramento como Buscador de Placer peligraba. Pero finalmente parecía
haber hallado una cura para su mal en la forma de una lozana carterista.
Despojada de su poco creativo
disfraz, la muchacha farfulló una cómica maldición y rápidamente sus delgados
dedos enrollaron la sedosa cabellera sobre la cabeza, embutiéndola nuevamente
en el sombrero. Irguiéndose, miró fijamente al hombre que yacía inconsciente y
sus hombros agobiados revelaron que no había encontrado lo que buscaba.
Lo menos que podía hacer Peter
era prestarle su ayuda preferentemente de un tipo más urgente.
—¿Necesitas ayuda,
cielo?—preguntó.
La pequeña ladrona se volvió
con tal rapidez que casi volvió a perder el sombrero. No tuvo tanta suerte con
respecto al sucio pañuelo que se suponía le ocultaba el rostro y que se deslizó
hasta su garganta, dejando a Peter mudo de asombro.
Se había resignado hacía mucho
tiempo al hecho de que el Señor generalmente no alineaba todas las
características femeninas por igual, que el Todopoderoso se regodeaba en la
broma de darle a la misma mujer un cuerpazo y una cara de gorrión, o bien el
rostro de una diosa con el cuerpo de Buda.
Pero esto... Dios santo, la
pequeña ladronzuela era una obra encantadora, desde las oscuras cejas aladas
hasta los grandes ojos exóticamente rasgados, de un verde penetrante, la nariz
impertinente, los pómulos altos y una boca tan carnosa y amplia que él ya
estaba pensando en las posibilidades que ofrecía.
Ella lo examinó con el mismo
detenimiento, comenzando por las puntas de las botas salpicadas de lodo,
siguiendo por la ropa, no exactamente prístina, la camisa manchada por un vano
intento de reparar el coche, el cabello y el capote húmedos. En líneas
generales, no estaba en uno de sus mejores días.
Recobrándose de la sorpresa,
ella dio un paso atrás y dijo:
—No se acerque.
Ella hizo un inútil esfuerzo
por volver a cubrirse la cara, una visión que él no olvidaría por el resto de
su vida. Algún día su suerte se agotaría y alguien lograría atravesarle el
corazón con una bala, pero esperaba que aquello no sucediera antes de haber
podido probar la tentadora fruta que tenía delante.
—¿Y qué podría suceder si
osara acercarme? —Avanzó un paso, divertido por esta muchachita que le lanzaba
advertencias. Él podía metérsela bajo el brazo casi sin esfuerzo, dominarla con
una sola mano. Abarcarle la cintura con esas mismas manos y colocarla serena
como una diosa encima de él, sobre su erección, completamente penetrada, frágil
y delicada, con los pezones tensos y la piel ruborizada de placer.
Ella disipó la imagen al decir
con voz sorprendentemente calmada:
—Entonces, supongo que tendría
que dispararle. —Un arma apareció desde detrás de su espalda.
Su delicada flor silvestre
había resultado ser una felina llena de determinación.
—Eso es una exageración, ¿no
es verdad? —Su mirada se movió rápidamente hacia la mano que, temblando como
una hoja, sostenía el arma. Evidentemente ella no estaba hecha para ser una
criminal.
—Hablo en serio.
—Estoy seguro de eso. Pero
¿puedo sugerirle que en el futuro elija un punto menos frecuentado para robar a
sus víctimas?
—No estaba robándole a este
hombre. Estaba...
Calló y miró a Peter con el
ceño fruncido.
—¿Estaba...?
Ella levantó la barbilla:
—No es asunto suyo.
—Pero usted lo ha convertido
en asunto mío, apuntándome con su arma. A propósito ¿qué planea hacer conmigo?
No tengo intención alguna de oponer la menor resistencia. Al contrario, prometo
ser el mejor dispuesto de los prisioneros.
CAPITULO 2
Provocativas imágenes nuevas
reemplazaron las anteriores: las manos de él atadas a la columna de la cama.
Tal vez esta tierra olvidada de la mano de Dios no fuera el infierno, después
de todo.
Ella le apuntó al corazón.
—Salga del camino, por favor.
Peter había mirado el cargador
de un arma demasiadas veces como para creer que la muerte podría decidir
llevárselo en una caballeriza tenuemente iluminada, a manos de una hermosa
carterista sucia de tierra.
—Como usted quiera —dijo él,
bajando el brazo de la jamba y despidiéndose de la muchacha con un movimiento
de la mano. Tuvo que refrenar las ganas de reír al verla dudar. Demostraba ser
una chica lista al no confiar en él.
Ella se movió lentamente
bordeando el perímetro de las casillas hasta llegar a la puerta del establo,
apenas a un metro y medio separándola de él. Con una sola embestida él podía
arrinconarla contra la pared, idea que le resultó terriblemente tentadora
cuando ella avanzó hasta quedar bañada por la luz de la luna, cuyos rayos iridiscentes
rodearon de un halo su delgada figura.
De no haber sido por la
femenina belleza de esos ojos verdes que lo miraban con tanta intensidad y por
aquel impresionante trasero, él podría haberla tomado por una niña por lo
menuda que era. Aunque al echarle un vistazo notó que su delantera era
igualmente impactante. La holgada camisa de lino que llevaba no contribuía
demasiado a disimular sus curvas.
Incómodamente excitado, Peter
se reclinó contra el marco de la puerta. Ella flameó el arma en dirección a él.
—Quédese donde está.
Él sacó un puro del bolsillo.
—Me gustaría mucho más
quedarme donde está usted.
Ella lo miró con el ceño
fruncido.
—Vuélvase y cuente hasta cien.
Peter decidió no recordarle
que ya le había visto la cara, así que si ella tenía en mente cualquier tipo de
huida, debería dispararle, o como mínimo registrarle para ver si tenía un arma,
perspectiva de la que sin duda alguna él disfrutaría. Pero todo ello parecía
ser contraproducente. Él se volvió hacia el interior de la caballeriza y encendió
un puro, soltando una voluta de humo antes de decir:
—La próxima vez podría
amartillar el percutor. Su amenaza hubiese sonado mucho más impresionante.
—Comience a contar —dijo ella
bruscamente.
—Uno... dos... tres...
—contaría hasta cinco y luego empezaría la persecución.
A la cuenta de cuatro, algo lo
golpeó violentamente en la parte de atrás de la cabeza. Mientras unos puntos
negros titilaban delante de sus ojos, sintió que le fallaban las piernas. El
último pensamiento coherente de Peter fue que Tahj iba a reírse de buena gana
si llegaba a enterarse de que su mejor alumno había sido derribado por una
chica.
Luego se desplomó.
…
«Qué suerte perra», pensó Lali
al fijar la vista en el cuerpo boca debajo de, probablemente, el hombre más
guapo que había visto en su vida. El cabello negro y lacio le llegaba más abajo
del cuello del capote. Su perfil cincelado, que las sombras y la luz de la luna
dibujaban, las hojas de los árboles sobre sus cabezas proyectando figuras en el
suelo que enmarcaban al glorioso Goliath...
La joven hizo un gesto de
dolor al ver la sangre en la parte de atrás de la cabeza de él. No había estado
en sus planes golpearlo con la piedra. Honestamente no había creído tener la
fuerza suficiente para dejarlo fuera de combate, sólo pretendía marearlo un
poco para poder escapar. El brillo socarrón en los ojos de él había sido el
factor decisivo. No le había parecido preocupado por el hecho de que ella
pudiera dispararle, como si hubiera sabido que el arma no estaba cargada. Pero
no podía arriesgarse a que la siguiera, o a que la denunciara ante las
autoridades demasiado pronto. Sólo esperaba que no la hubiese mirado lo
suficientemente bien como para dar una descripción precisa de su rostro.
Arrodillándose junto a él, Lali
presionó dos dedos contra su cuello. Sintió una oleada de alivio al sentir el
latido fuerte y regular del corazón y la piel tensa y caliente. Las patillas
hacían áspera la mandíbula. Notó que tenía las pestañas escandalosamente
largas, y que enmarcaban unos ojos más difíciles de olvidar, de un pálido color
aguamarina que sorprendía contra su tez morena. Había necesitado tomarse todo
un minuto para recobrar el aliento al verlo apoyado contra la puerta de entrada
¿De dónde había salido? ¿Estaría hospedado en la posada? Aunque debería haber
deseado que la respuesta fuese no, este pensamiento le resultaba extrañamente
deprimente. Eran tan pocas las cosas interesantes que sucedían en el lugar del
mundo en que le había tocado vivir...
Ansiosa por tocarlo, sabiendo
que nunca más tendría oportunidad de hacerlo, tomó suavemente su cabello entre
los dedos, alisándole los suaves mechones hacia atrás mientras le susurraba al
oído:
—Lo lamento.
Se puso de pie sin ganas y
continuó mirándolo fijamente, admirando descaradamente el modo en que sus
pantalones le moldeaban el trasero. Era fornido, ancho de espaldas y muy alto.
Ni siquiera Maxi, su vecino y viejo amigo, cuya estatura y constitución eran
impresionantes, podía competir con este extraño.
Pero éste no era momento para
frivolidades. Tenía que encontrar al cómplice del borracho y rogar que le diera
tan poco trabajo como su amigo, que tan convenientemente había perdido el
conocimiento en la caballeriza. Necesitaba conseguir pruebas de que Calder, el
hermanastro de Rocio, era quien estaba detrás del intento de secuestro de Rocio
que había ocurrido esa mañana.
Sin pruebas, sería la palabra
de Rocio contra la de Calder. Y ahora que el padre de éste había muerto y él se
había autodesignado juez del distrito, destituyendo al hombre justo y honorable
que había tenido ese puesto durante casi veinte años, sería casi imposible
encontrar aliados que atestiguaran que Calder era lo suficientemente ruin como
para obligar a su hermanastra a contraer matrimonio.
El solo pensamiento de lo que
podría haberle sucedido a su mejor amiga hizo temblar a Lali. Calder se había
enfurecido al enterarse de que su padre había legado a Rocio una considerable
fortuna (una buena porción del fideicomiso de su difunto padre a la que ella
tenía pleno derecho), suficiente para que Rocio no tuviera que depender de
Calder ni de hombre alguno si así lo decidiera ella.
Todo el mundo sabía que la
incontrolable adicción al juego y los costosos gustos de Calder lo llevarían a
la bancarrota en unos cuantos años, pese a haber heredado varias propiedades
que daban ganancias, incluyendo Westcott Manor, el hogar de Rocio hasta su fuga
dos días atrás.
Actualmente Rocio estaba en
Moor's End, la casa de Lali, protegida solamente por Jasper, el amado pero
anciano mayordomo de su abuela, y por su esposa Olinda, el ama de llaves. Ambos
habían trabajado en Moor's End desde su juventud y, aunque Lali apenas podía
pagarles, permanecían con ella.
De no haber sido por la
abuela, Lali y su hermano Nico habrían ido a parar a un orfanato tras la muerte
de sus padres. La familia de su padre no habría movido un dedo para ayudarles.
Cuando el Coronel Samuel Fitz Hugh, Conde de Porthaven, había conocido y se
había casado con una plebeya de Cornualles, su familia había roto relaciones
con él.
Ahora Lali estaba sola. Su
abuela había muerto un año atrás; su hermano Nico, dos meses después. Al
recibir la noticia de la muerte de su hermano había quedado desolada. Sólo unas
semanas antes él había escrito para decir que regresaría a casa.
Aunque ella deseaba
desesperadamente que volviera a casa, sabía que lo hacía porque todavía pensaba
en ella como en la hermana de catorce años que había tenido que dejar para
cumplir sus deberes con Dios y con su país, y no como la madura muchacha de
veinte años en la que se había convertido. Pero se alegraría de la costumbre de
su hermano de sobreprotegerla si ésta lo llevaba de regreso.
Y con su mejor amiga en
peligro necesitaban mucho de la protección de un hombre. Ella había subestimado
la determinación de Calder, pero nunca más sería tan ingenua.
Ese pensamiento empujó a Lali
nuevamente a la acción. Miró por última vez al extraño, con una punzada de pesar
en su interior porque no iba a volver a verlo jamás. Con un sentido suspiro, se
perdió en la oscuridad de la noche para ir en busca de su presa.
…
Peter se despertó con sordas
palpitaciones en la parte de atrás del cráneo. Pronto volvió el recuerdo de un
fierabrás apuntándole con una pistola, cuya intención él obviamente había
juzgado equivocadamente. Nunca la hubiera creído capaz de matar una mosca y
menos aún de romperle la crisma a un hombre que pesaba por lo menos treinta
kilos más que ella.
Con una mueca de dolor, Peter
se levantó del suelo. Calculaba que había estado inconsciente por unos minutos,
lo suficiente como para que la ladrona escapase. Maldición, había sido más
lista que él y esa sensación no le hacía ninguna gracia.
Su caballo se había puesto a
deambular por el establo y estaba mascando heno. Peter aguzó el oído, pero sólo
oyó el silbido del viento entre los árboles y la jarana de los borrachos que
venía de la taberna allí cerca, donde tenía la intención de disfrutar una noche
más de libertad antes de hacerse cargo de mala gana de Lady Mariana Esposito,
quien en adelante estaría bajo su tutela. La hermana de Nico.
Thiago se pasó lentamente una
mano por el pelo y la retiró con sangre en la punta de los dedos. Ésa era su
recompensa por su honorable comportamiento y su temerario pacto de venir a este
lugar de ignorantes. Nico estaría aquí, si él lo hubiera protegido mejor.
Después de todo, él había sido el comandante del muchacho. Desde el primer día,
Nico había sido demasiado entusiasta, listo para la acción, deseoso de agradar
y, ¡demonios! debería haberse quedado en Cornualles, con su familia.
En vez de eso, había ido a dar
al regimiento de Peter, todos soldados endurecidos por la guerra que entendían
que su líder no era infalible y que no eran tan tontos como para adorarlo. La
mayoría sabía cómo él se había ganado el apodo de Renegado.
Dios, debería haber salido
antes. Antes de que sus demonios lo dominaran. Antes de causarle la muerte a un
chaval de veinticuatro años.
Una angustia que conocía bien
le retorció las entrañas mientras cogía las riendas del bayo y lo conducía a
una casilla, lo desensillaba y cepillaba antes de darle heno y agua.
Cuando Peter se disponía a
marcharse, entró caminando sin prisa el mozo de cuadra, un granuja desaliñado
de cabello castaño claro y rostro pálido sembrado de pecas, sacándose las
legañas de los ojos, los cuales se agrandaron al notar la presencia de Peter.
—Caramba, señor... me asustó
usted. —Parpadeó mientras elevaba la vista para abarcar la alta silueta de Peter—.
Usted sí que es grande, ¿verdad?
La reacción del chaval no era
extraña. Con más de un metro noventa de estatura, Peter generalmente recibía
una segunda mirada. Tenía que agacharse para entrar a la mayoría de las
tabernas, una condenada molestia cuando uno estaba ebrio.
—¿Dónde te habías metido,
chaval?
El rubor salpicó las mejillas
de manzana del muchacho.
—Me quedé dormido en el desván
trasero, señor. Es el único lugar seco en una noche como ésta.
—¿Tienes nombre?
—Sí, señor. Jimmy.
—¿Qué edad tienes, Jimmy?
—Diez, señor.
Demonios, a esa hora el
muchacho debería estar en su casa, metido en la cama, dormido bajo la mirada
atenta de sus padres, no atendiendo a un puñado de cerdos ebrios en una noche
lluviosa.
Peter echó una ojeada a los
pies descalzos y a los andrajos del chico. Eran un manifiesto recordatorio de
lo terrible que podía ser la pobreza, cuando los niños tenían que trabajar para
ganar el pan para ellos y sus familias, y las necesidades cotidianas se
convertían en lujos. Peter conocía demasiado bien esa vida y veía al niño que
él había sido en ese otro que lo miraba fijamente. No le gustaba esa sensación.
—Por favor, no se lo cuente a
nadie —suplicó Jimmy—. Prometo que no volverá a suceder nunca.
Sabía que el muchacho perdería
el trabajo si su patrón se enteraba de que se había quedado dormido. Y la
pérdida de ese jornal, por magro que fuese, podía ser tremenda para su familia.
Peter había crecido en un
barrio bajo de Londres, entre la mugre y la peor miseria. Quienes le habían
enseñado a sobrevivir habían sido los mendigos, las prostitutas, los que
hurgaban la basura y los estafadores. Esa clase de vida marcaba a fuego a un
hombre, manchándolo para siempre.
—Tengo un trabajo para ti
—dijo Peter.
El muchacho lo miró con recelo
y retrocedió dubitativamente.
—¿Trabajo de qué?
Un sabor amargo subió por la
garganta de Peter al advertir lo que Jimmy pensaba que le estaba proponiendo: a
algunos hombres les atraían los muchachitos.
Señaló hacia la casilla de
Sire.
—Dale a mi caballo un poco más
de avena esta noche. Ha tenido un día largo.
Sacó un billete de una libra y
se lo dio al muchacho, que se quedó mirando el dinero boquiabierto y con los
ojos desorbitados.
—¡Gracias, señor! Lo cuidaré
muy bien. Ya lo verá.
Peter dio un paso y luego se
detuvo, en su mente la repentina imagen de un par de ojos verdes.
—¿Has visto a alguna persona
extraña rondando por aquí esta noche? —preguntó.
Jimmy ladeó la cabeza.
—¿Persona extraña, señor?
Peter no sabía por qué se
negaba a hacer la verdadera pregunta, es decir, si el chaval había visto a una
mujer disfrazada con ropas de hombre.
—No importa. —De todas
maneras, era mejor olvidarla.
Se encaminó hacia la taberna,
donde el tenue resplandor de las lámparas brillaba a través de los sucios
vidrios de las ventanas y, dentro, la escoria de la humanidad se ahogaba en
cerveza y ginebra, con una alegría que no tenía nada que ver con la festividad
venidera. Peter sabía bien de qué se trataba eso. Era el tipo de vida de la que
jamás se las había arreglado para escapar.
Atravesó la puerta. Una nube
de humo se cernía contra el techo; el paso del tiempo había oscurecido las
vigas, el olor del licor barato le era familiar. Necesitaba un trago.
Necesitaba una mujer. Y le rogó a Dios no necesitar nada más esa noche. Se
sentó a la mesa más apartada, de espaldas a la pared, mientras echaba una
ojeada a la variopinta concurrencia. Una camarera regordeta caminaba sin prisa
hacia él, con generosos pechos, amplias caderas y lujuria en los ojos.
—¿Qué puedo traerte, cariño?
—Una botella de whisky.
—Planeas pasarlo bien,
¿verdad?
—Tan bien como
pueda.
—¿Solo?
Su pregunta era tan sutil como
la piedra con que la impertinente ladronzuela lo había golpeado.
—Espero que no.
No podría soportar otra noche
de soledad.
Ella le sonrió, seductora.
—Yo salgo a las dos.
Él esperaba salir poco después
de esa hora.
—A las dos, entonces.
Lanzándole una prometedora
mirada, ella se alejó para traerle lo que había ordenado.
Reclinando la cabeza contra la
pared, Peter cerró los ojos. Estaba cansado. Un mal común en esos días. ¿Por
qué no había contratado otra institutriz para su pupila en vez de venir aquí él
mismo? Probablemente, pensó con ironía, porque las últimas dos mujeres habían
renunciado rápidamente, refiriéndose a Lady Mariana Esposito como una
incorregible jovencita que no podía aspirar a llegar a ser jamás una verdadera
dama. En otras palabras, un caso perdido.
Justo lo que él necesitaba:
una mocosa terca que le daría más dolores de cabeza de los que ya tenía. A todo
esto, ¿cuál demonios era la edad de la muchacha? No podía recordar si Esposito
se lo había dicho. Nico siempre la había llamado su pequeña Lali, un ángel,
según afirmaba él. Obviamente, el muchacho había estado demasiado ciego como
para ver a su hermana como el dolor de cabeza que era. Lucien sólo rogaba que
la muchachita no hubiera echado, o matado, a los dos viejos sirvientes que aún
quedaban en Moor's End.
La camarera regresó con su
botella y un vaso pasablemente limpio. Se inclinó para servirle la bebida,
presionando sugestivamente sus enormes pechos contra él, dando comienzo al
juego previo. Normalmente, eso hubiese bastado para estimularlo, pero no esta
vez. No podía dejar de pensar en la chica de la caballeriza. Evidentemente,
había contraído una fiebre cerebral.
—Vaya si eres un tío bueno.
Probablemente dotado como un semental. —Le lanzó una ojeada a la entrepierna—.
En diez minutos, Sugar te dará la montada de tu vida. —Con esa promesa, se
alejó pavoneándose hacia la siguiente mesa.
El primer trago del licor
barato golpeó a Peter como una piedra rodando por su garganta. Pero pronto
haría el efecto deseado, embotándole la mente y eso era lo único que importaba.
Miró fijamente el interior del
vaso mientras dejaba vagar su pensamiento hacia dos días atrás, cuando se había
detenido en Northcote, la propiedad que había pertenecido una vez a su amigo
Caine Ballinger, con la intención de ofrecerle al pensativo muchacho un poco de
alegría navideña con una botella de coñac añejo.
Caine era uno de los primeros
amigos que Peter había hecho tras su regreso a Inglaterra. Se habían enfrentado
en una partida de hazard[1] en Dante's, un vulgar antro de
juego en las entrañas de Clerkenwell, el último lugar donde Lucien hubiese
esperado hallar al hijo de un conde. Aunque Peter le había ganado a Caine una
suma considerable, éste había aceptado su derrota con buen humor. Luego ambos
habían cogido una trompa y los dos idiotas ebrios se habían marchado de juerga,
cantando mientras se tambaleaban camino al burdel de Madame Fourche, como
rogando que algún bandido los despojara de su dinero.
Salieron ilesos y se
divirtieron en grande aquella noche. Al día siguiente, Caine había invitado a Peter
a unirse a una sociedad secreta, un grupo de hombres que conformaban un club de
solteros conocido como Los Buscadores de Placer.
Peter no sabía qué hubiese
sido de su vida si el destino no hubiera arrojado a Caine en su camino. Había
sido la única amistad verdadera que había conocido en los años posteriores a
descubrir que había perdido a su familia. Ésta había desaparecido como si nunca
hubiesen existido, hecho que Peter le debía a un hombre que ahora estaba muerto
y que esperaba estuviera pudriéndose en el infierno.
Caine era el único que conocía
toda la historia y había sido duro para Peter aceptar el hecho de que su amigo
le hubiera excluido. Sólo se habían visto esporádicamente en los dos años que
siguieron a la muerte del padre de Caine y siempre habían sido ocasiones
tensas. La última vez, Caine se había negado siquiera a verle.
Al demonio con él, por imbécil
testarudo. Peter sabía que su amigo estaba sufriendo por el suicidio de su
padre y por las circunstancias en que él mismo se hallaba, con una relación
enfermiza que mantenía con la viuda del marqués de Buxton, Olivia Hamilton, así
como también su obsesión por el hogar que había perdido y la ira que
concentraba en el duque de Exmoor, a quien Caine culpaba por la muerte de su
padre. Peter deseaba que su amigo le entendiera, pero aquel tío siempre había
sido terco como una condenada mula.
Bebió otro trago de su whisky
y vio a la camarera llamándole, en los ojos la promesa de sexo promiscuo,
mientras le hacía un gesto con la mano desde las escaleras que conducían a las
habitaciones del piso de arriba. Peter pensó en excusarse, algo raro en un
hombre que siempre había disfrutado realmente de las mujeres. Quizás era por
eso por lo que no podía apartar de su mente la imagen de la pequeña e impulsiva
golpeadora de cabezas. Ella lo había alterado y necesitaba saber si los
sentimientos que había despertado en él lo sostendrían o si aquel velo de
adormecimiento lo cubriría una vez más.
Aunque la idea de quedarse
solo y saber lo que le esperaba en las horas posteriores a la medianoche,
cuando su alma no tuviera paz, lo llevó a ponerse de pie y atravesar las tablas
marcadas de hoyos de la habitación. Cogiendo de la mano a la camarera, la
tironeó escaleras arriba.
—Te gusta jugar rudo, ¿verdad?
—Ella le recorrió la espalda con las uñas y susurró con su voz ronca—. Bien, a
mí también.
Peter puso la mente en blanco.
Esto era lo mejor a lo que podía aspirar; estaba destinado a limitarse a servir
a muchachas y a prostitutas. Aquel chico pobre que venía de las sentinas a
orillas del río, en Shadwell, East London, nunca sería libre.
Había luchado contra él. Dios,
cómo le había combatido. Pero el salvaje que había en él se resistía a dejarle.
En la cima de las escaleras,
la camarera lo empujó contra la pared, rodeándole la ingle con la mano mientras
apoyaba la boca sobre la de él, los ojos casi salvajes de lujuria.
Peter la cogió de las muñecas,
haciéndola retroceder un paso.
—Paciencia, cariño. Mi
habitación está ahí mismo.
La guió hacia la última puerta
a la izquierda, mientras se preguntaba si lograría responder con el entusiasmo
apropiado, dado que su cuerpo se mostraba reacio.
Estaba evaluando sus opciones,
cuando con el rabillo del ojo percibió un movimiento que le hizo desviar la
mirada hacia una puerta entreabierta. Vio una pierna que le resultaba familiar,
envuelta por pantalones, oyó una advertencia familiar y luego un golpe sordo
familiar. Sus labios se curvaron en una sonrisa forzada.
—Quédate aquí —le ordenó a la
camarera mientras se movía para investigar, olvidando su agitación mientras
imaginaba el inminente ajuste de cuentas con cierta ladronzuela.
La falta de planificación
siempre había sido su perdición, pensó Lali mientras retrocedía, alejándose del
hombre desnudo que la acechaba, con los ojos encendidos a partes iguales de
furia y deseo. Lo último le preocupaba mucho más que lo primero.
Puede que fuera imprudente,
impetuosa y (como había oído demasiadas veces de las institutrices que su
odioso tutor continuaba endosándole) testaruda, rebelde y completamente inútil
para un estilo de vida que implicara contacto con el mundo.
Podía sentirse inclinada a
estar de acuerdo con que era imprudente. Realmente, entrar a hurtadillas en la
habitación de un hombre mientras éste tomaba un baño, con tan sólo una cortina
de seda entre ella y verse descubierta, no entraba en la categoría de
planificación cuidadosa. Pero le había parecido la mejor opción, ya que la ropa
de él, esparcida por el suelo, parecía pedir a gritos que la revolvieran. No se
le presentaría una oportunidad mejor.
—Conque habías entrado para
robarme todo, ¿no es verdad? Bien, pues tendrás mucho más que la golpiza que
mereces.
El brillo en los ojos del
hombre prometía que éste iba a disfrutar tanto de la golpiza como de sus
lujuriosos planes.
Aunque la reconocía como
mujer, no se daba cuenta de quién era ella. Pero nada de eso importaba mientras
él avanzaba hacia ella hasta dejarla con la espalda pegada a la pared contra la
chimenea, donde una pequeña hoguera pugnaba por protegerlos del frío.
Lali levantó su arma por
segunda vez en esa noche, sabiendo que no tenía salida si él la desafiaba a
llevar a cabo su amenaza.
Él le sonrió con suficiencia.
—No vas a dispararle a un
hombre desarmado, ¿verdad?
—Lo haré, si te acercas más.
—Mírame, muchacha. Estoy
desnudo.
Su mano se movió hacia sus
partes íntimas con un repugnante floreo, distrayendo momentáneamente a Lali y
dándole a él la oportunidad que necesitaba.
Se lanzó hacia ella, dejándola
sin aire al arrojarla con fuerza contra el manto de la chimenea y haciendo
volar de su mano el arma, que cayó a mitad de la habitación.
Intentó luchar contra el
hombre, pero él era demasiado fuerte. Un punzante golpe en la mejilla la
derribó al suelo. Él se acercó amenazador, con un brillo malvado en los ojos
mientras alargaba el brazo hacia ella.
Su mirada aterrorizada se
encontró con el atizador y, sin detenerse a pensarlo un segundo, lo descargó
haciéndolo restallar contra el costado de la cabeza del hombre. Este pestañeó
una vez y luego se desplomó junto a ella, dejando caer como un tablón de madera
su brazo izquierdo sobre el pecho de la muchacha.
Sofocando un alarido, Lali apartó
el fornido brazo y se alejó gateando, con todo el cuerpo tembloroso, asiendo
con tal fuerza el atizador que sus nudillos palidecieron hasta ponerse blancos.
Antes de ese día, ella no
hubiera sido capaz de tender una trampa para el ratón que se había metido en su
habitación. ¡Y ahora se había lanzado campo través y había golpeado a dos
hombres en la cabeza!
—Me alegra ver que no es sólo
a mí a quien se siente inclinada a herir —dijo desde la puerta una voz que
arrastraba las palabras, haciendo levantar la vista a Lali para encontrarse con
una bota que empujaba la puerta y la abría por completo. El musculoso gigantón
de los penetrantes ojos azules entró a la habitación, sonriendo mientras
cerraba la puerta tras de sí.
Cielos, a la luz era aún más
atractivo. Su presencia llenaba el cuarto, sus hombros eran casi tan anchos
como la puerta. Mientras sus ojos estudiaban a la joven, parecían arder tan
intensamente como el candelabro de pared que brillaba detrás de él.
—Debo decirle que en este
momento las palpitaciones de mi cráneo no me inclinan a la benevolencia.
Lali levantó la barbilla,
aunque asomaba en ella el remordimiento por haberle golpeado tan duro:
—Sobrevivió, ¿no es así?
Obviamente su cabeza es demasiado dura para romperse.
—Considérese
afortunada, mi querida muchacha. El asesinato se paga con la horca. Y sería una
verdadera lástima estirar ese lindo cuello que tiene usted
Lali se llevó una mano al
cuello. Dios misericordioso, ¿qué les sucedería a Jasper, Olinda, Rocio y a
Moor's End si a ella la colgaran del extremo de una soga? Su mirada voló hacia
el matón que yacía en el suelo.
—Está vivo —dijo el otro hombre,
leyéndole asombrosamente el pensamiento—. Lo sé por experiencia. —Se frotó la
parte de atrás de la cabeza—. Así que, dime, cariño, ¿hace cuánto que odias a
los hombres?
Lali estaba demasiado agotada
como para tener en cuenta el peligro que él representaba.
—Yo no odio a los hombres.
—¿Entonces, le gustan los
hombres?
—Sí... es decir, no...
—Sacudió la cabeza, nerviosa por la persistencia de él—. ¿Qué es lo que quiere?
—Una disculpa podría ser un
buen comienzo. Luego podemos continuar avanzando desde allí.
—Lo siento. Ahora, márchese.
Él le sonrió como si ella
fuese un juguete que le divertía.
—Realmente debería elegir sus
clientes con más cuidado. Así no llegaría a verse en situaciones tan precarias.
Le tomó un momento llegar a
comprender lo que él quería decir.
—Usted no puede pensar de
verdad que...
Él la miró con una amplia
sonrisa.
—Sólo puedo tener la esperanza
de ser tan afortunado. —Cruzando los brazos sobre el pecho se reclinó otra vez
contra la puerta—. Entonces, ¿limita sus actividades delictivas sólo al robo?
—¡Le he dicho que no soy una
ladrona!
—Por lo menos no una demasiado
buena.
—No soy... Oh, ¿por qué me
molesto en hablar con usted?
—Tal vez porque yo exudo una
abundancia de encanto y usted se siente extrañamente atraída hacia mí.
—Me atraería más el avance de
un caracol sobre una piedra resbaladiza.
Su risotada fue interrumpida
por unos resonantes golpes en la puerta, seguidos de la voz ronca del
propietario.
—¿Qué está sucediendo allí
dentro?
—Parece que estamos a punto de
tener una audiencia —dijo el granuja, con la diversión reflejada en los ojos—.
Mi compañera de esta noche debe haber pensado que aquí dentro estaban
ocurriendo crímenes pasionales.
Lali lo miró con los ojos
entrecerrados.
—¿Quiere decir que su amante
le está esperando fuera?
Cuando él sonrió, ella le
dijo:
—Es usted despreciable.
—Puede que sea despreciable,
pero en este momento soy su salvador.
La puerta de madera tembló.
—¡Abrid o entro!
—Decídase, cariño. Un beso
comprará mi caballerosidad.
—¡Eso es chantaje!
La amplia sonrisa de él se
volvió maliciosa.
—Lo sé.
Al otro lado de la puerta
alguien hizo sonar unas llaves. En cualquier momento el propietario (una gran
bestia de ojos pequeños y brillantes) estaría dentro de la habitación y la
vería de pie encima de un hombre, con un atizador. ¡Dios mío, todavía lo tenía
en la mano! Lo arrojó tras su espalda y oyó a su «salvador» reír entre dientes.
—Quizás debería dejarlo entrar
—dijo, volviéndose hacia la puerta.
—De acuerdo. Usted gana. Lo
besaré. ¡Pero sólo una vez! —se apresuró a agregar.
—Trato hecho. —Él le guiñó un
ojo, y luego apoyó el hombro contra la puerta cuando el dueño comenzó a empujar
para abrirla, diciendo con un perfecto acento cockney[1]:
—¡Vete a la mierda, maldito,
estoy ocupado aquí dentro!
El ruido cesó.
—Entonces, ¿todo está bien?
—preguntó el posadero.
El descarado tuvo la
desfachatez de mirarla de nuevo, mientras levantaba una ceja de un modo
inequívocamente lascivo. ¡Ay! ¿en qué se había metido ahora?
El hombre le dijo al dueño:
—Me interrumpiste, gordo
gamberro. Aléjate de la puerta o juro que te mataré a patadas.
Del otro lado de la puerta
vino un indignado bufido. Luego el que se había autoproclamado como su
«salvador» dijo con una voz cargada de intenciones pecaminosas:
—Bien, acerca de ese beso...
Lali dio un paso atrás y halló
una sólida pared impidiéndole la retirada y al sólido hombre delante de ella
dispuesto a no dejarla escapar. Las llamas que danzaban en la chimenea le daban
al rostro de la joven un aspecto triste y dejaban entrever la determinación en
sus ojos. Realmente estaba atrapada.
Ella aplastó las palmas contra
la pared mientras él avanzaba sin prisa, como si tuviesen todo el tiempo del
mundo.
—Un beso —le recordó, la boca
más seca con cada paso que él se daba.
—Un beso —repitió Lucien con
calma, para evitar que ella se asustara y saliera corriendo. Luchaba contra su
propia necesidad, un calor que iba en aumento invadiéndole la sangre, a un
tiempo reconfortante por lo familiar y temido por su intensidad, teñido como
estaba por sus recuerdos.
Él lo dejó de lado y se
concentró solamente en esos ojos dulces que lo contemplaban con una mezcla de
alarma y excitación, abriéndose con cada paso que lo acercaba a ella, hasta que
ella estuvo mirándolo fijo, con la barbilla en alto, un desafiante duendecillo
con un sombrero flexible. Él le quitó esa cosa ridícula, arrojándola al suelo.
—¿Qué está usted hacien...?
Él la hizo callar
presionándole los labios con un dedo y luego le sostuvo la mirada mientras
trazaba los suaves contornos de su boca. Qué boca, de labios llenos y lozanos,
del color de un capullo de rosa. Una boca hecha para ser besada. Asidua y
completamente.
Él se movió hacia adelante
hasta poder sentir las puntas de los pechos de ella contra el suyo, su cuerpo
adaptándose a cada sutil inflexión, a cada suave aliento. Dios, ella era tan
pequeña que lo hacía sentirse un gigante. La aplastaría si alguna vez estuviera
encima cuando hicieran el amor, y esperaba que se le concediera ese honor, aun
si implicara tener que salvarla de cada problema en el que ella se metiera
desde ahora hasta el día del Juicio Final, obteniendo recompensas por cada acto
de galantería.
Entonces se le ocurrió una
idea, algo que nunca antes le había preocupado.
—¿Eres casada?
Había tenido su ración de esa
clase particular de mujeres, lo cual sólo había fortalecido su decisión de
seguir soltero.
—No —respondió ella, y luego
frunció el ceño, como advirtiendo demasiado tarde que él acababa de darle una
escapatoria perfecta.
Peter se sintió extrañamente
aliviado al oír su respuesta.
—¿Vives por aquí? —Eso haría
su estadía mucho más grata; sospechaba que la muchacha era una diablilla tanto
en la cama como fuera de ella.
Ella levantó la barbilla.
—No.
Podía notar que ella estaba
mintiendo y, por Dios, eso le hacía desearla aún más. ¿Hacia dónde iba el mundo
si una mujer mentirosa y ladrona le resultaba tan endiabladamente fascinante a
un hombre? Quizás encontrara la respuesta cuando ella lo besara.
—Por favor —dijo la joven,
casi sin aliento—. Sólo terminemos ya con esto.
¿Temería el contacto o lo
anhelaría tanto como él?
—Un anticipo, paloma mía.
—Presionó ligeramente el pulgar contra la unión de los labios de ella hasta que
los abrió para él, la superficie satinada brillando como una baya madura.
Podía sentirla temblar y se
preguntaba si ella sería tan inocente como aparentaba. Una chica que
frecuentaba esa clase de establecimiento debía de tener algo de experiencia.
Nadie tan audaz y hermosa podía ser casta. Iba a disfrutar borrando el recuerdo
de quienquiera que fuese el que había venido antes.
Inclinándose, Peter capturó
con su boca el jadeo entrecortado de la joven y fue como si el deseo le diera
un golpe de puño en pleno pecho. Tomó el rostro de ella entre las manos y le
hizo el amor con la boca, persuadiéndola suavemente para que aceptara su
lengua, deslizándose dentro, probando su dulzura y sintiendo una oleada de
calor en la sangre al percibir la respuesta de ella.
Deslizó los dedos entre los
cabellos de la muchacha, soltando el pesado moño y dejando que la sedosa
cascada cayera en sus manos. Enroscó un puñado de ella en la mano y tironeó,
haciéndole inclinar la cabeza más hacia atrás para poder explorar más a fondo
las profundidades calientes y húmedas de su boca.
Él se movió para raspar con la
camisa las endurecidas puntas de los pezones de ella, pequeños capullos
erguidos que revelaban que él no le era indiferente, a punto de perder el
control al oírla gemir suavemente.
Sus manos descendieron rozando
los costados de la suave curva de las caderas para luego rodearle el trasero,
haciendo realidad la fantasía que había comenzado en la caballeriza. Los firmes
globos cabían perfectamente en sus palmas y la levantó contra su erección,
olvidándose de sí mismo mientras se balanceaba suavemente contra ella.
Al principio ella se movió
junto con él, pero luego separó bruscamente su boca y esas pequeñas manos que
se habían apoyado en sus hombros lo empujaron.
—¡Deje de hacer eso! Bájeme.
El cuerpo de Peter se
resistía, pero su mente tomó el mando tras un momentáneo lapso. Obedeció a
regañadientes, pero se torturó bajándola lentamente, dejándola deslizarse a lo
largo de su cuerpo, y esa fricción hizo su efecto en ambos.
Pese al enojo que ahora
brillaba en los ojos de ella, el deseo no desaparecía, y le costaba mantener el
equilibrio, por lo que apoyó las palmas contra la pared.
—Dije un beso, cerdo malvado.
Peter no podía confiar en sí
mismo para reprimir las ganas de tocarla estando tan cerca de ella, de modo que
retrocedió y se sentó en la única silla de la habitación, sintiéndose al borde
de un ataque cardíaco, tan dispuesto para la acción como estaba. Dios,
necesitaba otro trago.
—Eso fue un beso, muchacha.
—Eso no tuvo nada que ver con
un beso.
—Si mis labios no se separaron
de los tuyos, entonces fue sólo un beso.
Parecía que ella quería
golpearlo de nuevo en la cabeza.
—Ya consiguió lo que quería;
ahora me marcho.
—Si crees que debes hacerlo.
Pero dime donde vives y te buscaré. O puedes buscarme tú a mí. Como prefieras.
—No pienso acercarme a usted
—dijo ella enojada y estaba casi convencida de que lo decía en serio.
El hombre que yacía en el
suelo comenzó a moverse. Peter vislumbró la preocupación en los ojos de la
muchacha mientras ésta le echaba una ojeada a su segunda, no, tercera víctima
de la noche. Ella era un enigma. Primero le rompía la crisma a un pobre infeliz
y luego sentía remordimiento. Se preguntaba si habría demostrado alguna
compasión hacia él. Si había sido así, lamentaba habérselo perdido.
Se levantó de la silla,
resuelto a acompañarla fuera del establecimiento y de paso averiguar dónde
vivía, pero ella se volvió bruscamente para enfrentarlo, el atizador apuntando
certeramente hacia su masculinidad. El as de espadas y los muchachos
retrocedieron instantáneamente.
—Tú sí que sabes cómo hacer
para que un hombre se detenga en seco, cielo.
—Quiero que se quede lejos.
—Dado que tienes en la mira
mis más preciadas posesiones, no tengo más opción que cumplir. Podría desear
procrear algún día.
Ella bufó:
—Como si no hubiera dejado ya su
progenie por todo el globo.
A duras penas él logró
reprimir una sonrisa.
—Qué calumnia hacia mi
carácter. Déjame decirte que no tengo ni un sólo bastardo. Los niños, igual que
sus madres, tienden a obstaculizar la libertad de espíritu de un hombre. Pero
si te preocupa el embarazo...
—Practique sus habilidades con
la mujerzuela que dejó allá fuera —dijo ella con un tono gélido—. Ahora, que
tenga buenas noches.
El pensamiento de volver a
perderla no le sentó bien a Peter. Se movió hacia ella, que levantó el atizador
entre los muslos de él, haciendo que la punta en espiral presionase
directamente entre sus testículos.
Él alzó las manos,
rindiéndose.
—Tú ganas.
Ella retrocedió hacia la
puerta, sin despegar los ojos de él mientras se inclinaba para recuperar su
arma. Era todo un espectáculo verla de pie allí con un arma en cada mano.
—¿Siempre defiendes tu virtud
con tanto ardor? —preguntó él. Si así fuera, indudablemente ella sería un
desafío. Pero él era un hombre que disfrutaba de los desafíos.
En vez de responder, ella
entreabrió la puerta y echó un vistazo al pasillo. Desgraciadamente para él,
estaba desierto. Lanzando en dirección a él una mirada que distaba de ser
acogedora, ella se escabulló fuera.
Peter salió detrás de ella,
pero algo capturó su tobillo. Miró hacia abajo para ver una mano fornida
envuelta alrededor de su bota y dos ojos inyectados en sangre que se elevaban
hacia él, mirándole fijo.
—¿Qué sucedió? —farfulló el
baboso golpeador de mujeres.
—Sucedió esto. —El puño
derecho de Peter golpeó la mandíbula del canalla, derribándole nuevamente—.
Quizás la próxima vez lo pienses dos veces antes de maltratar a mi futura
amante.
Luego se dirigió hacia la
puerta y corrió escaleras abajo, donde notó un leve aroma del perfume a
vainilla de ella flotando en el aire mientras él irrumpía en el patio de la
taberna.
Maldijo con fiereza. Lo había
esquivado. Otra vez. Si aquel condenado infeliz no le hubiera detenido no la
habría perdido. Peter se sentía lo suficientemente volátil como para volver a
subir y golpearlo otra vez sólo por diversión.
Al oír el crujido de unos pies
detrás de él, Peter se giró bruscamente, haciendo retroceder de un salto al
mozo de cuadra, con el rostro pálido bajo las greñas rizadas.
—Lo siento, señor.
—¿Qué sucede? —dijo
bruscamente Peter, arrepintiéndose enseguida del tono duro que había usado. El
chaval no había hecho nada malo. Suspiró y le revolvió el pelo—. ¿Algún
problema?
El chico dudó.
—Bueno, cuando lo vi a usted
salir corriendo, pensé que quizás podía estar persiguiendo al muchacho que
había salido disparado un minuto antes.
—¿Lo viste? —preguntó Peter
ansiosamente.
Asintió.
—Me acordé de lo que usted me
había dicho antes. Ya sabe, sobre ver cualquier cosa rara.
—¿Sabes quién es él?
—No pude verle la cara por el
sombrero que llevaba, pero vi para dónde se fue. —Señaló hacia el Este—. Tenía
un jamelgo viejo atado a un árbol.
Peter echó una ojeada a la
oscuridad, pensando que la muchacha podía estar en cualquier lugar en ese
momento. Pero había una buena posibilidad de que ella viviera en la zona. Al
menos, eso ya era algo.
Hurgó en el bolsillo y le
ofreció al chaval otro billete de una libra, reconociendo el temblor revelador de
su mano al darle el dinero al chico. El dolor estaba empezando a subir sus
entrañas, a partir de ahora el demonio lo tendría a su merced en cualquier
momento.
—Si le vieras otra vez, ve a
avisarme. —Peter se dirigió de regreso hacia la taberna, sintiendo la necesidad
de retirarse tras las puertas cerradas de su habitación.
—Yo... Yo sé donde fue.
Peter giró en redondo para
mirar de frente al chaval.
—¿Dónde?
—A Moor's End.
El hombre frunció el ceño. Ese
era el hogar de su pupila. ¿Era posible que la chica fuese una de las
sirvientes de los Esposito? ¿Podía ser tan fácil?
Si él la hallaba, quizás
también hallara la paz por unas horas y se deshiciera del apetito que aparecía
dentro de él en lo más profundo de la noche. Tal vez esta noche fuera capaz de
dejar atrás las ansias.
—Ensilla mi caballo —dijo, y
caminó majestuosamente hacia la caballeriza.
Una vez que estuvo lo
suficientemente alejada de la taberna, Lali tiró de las riendas para que Clover
dejara de galopar, aunque no eran los matones de Calder quienes le preocupaban,
sino el extraño cuyo beso casi la había derretido.
Las cosas que la lengua de él
había hecho, qué boca tan suave aunque exigente contra la de ella, qué cuerpo
tan duro y caliente... Nunca había imaginado que pudiese ser así, como un narcótico,
algo que le embotara la mente, haciéndole olvidar la racionalidad. De lo
contrario, jamás hubiera accedido a besarlo.
Pero había sido mucho más que
un beso. Se había apretado contra ella de un modo muy íntimo y las sensaciones
que eso había provocado habían inmerso sus sentidos en un torbellino, hasta que
el miedo a la propia lujuria la había llevado a resistirse.
Consiguió calmarse cuando la
vieja yegua se detuvo al extremo del largo camino de tierra que conducía a
Moor's End. Esa mansión gris venida a menos, con sus gabletes simétricos y sus
techos inclinados, era el único lugar que alguna vez había llamado de verdad
«hogar». Se erguía como un orgulloso monumento gótico, los acantilados y el
cielo como telón de fondo, rodeada por una profusión de rododendros silvestres,
y el aire le traía el olor familiar del agua de mar.
La inundaron los recuerdos de
aquellos días que pasaban bañándose desnudos en las ensenadas desiertas,
caminando por las ciénagas del páramo, aprendiendo a limpiar un pescado, a remar
con espadilla o a manejar un remo, trepando a los cascos podridos de navíos que
habían naufragado, metiéndose sin permiso en fincas abandonadas, para luego
deslizarse sigilosamente dentro de las casas y explorar los fantasmales
interiores.
Cuando era una niña pequeña,
antes de que sus padres murieran mientras viajaban a China en una de las
expediciones militares de su padre, Lali y su hermano habían pasado meses con
su abuela y habían llegado a amar este lugar.
Muchas veces ella y Nico, en
cuclillas entre las dunas, habían mirado hacia el mar, imaginándose grandes
líneas de embarcaciones de proa alta entrando, velas al viento, en los bajíos
con la marea creciente. Los capitanes que carecían de la habilidad necesaria
para pilotear sus barcos no podían evitar chocar contra los bancos rocosos,
atrayendo a los contrabandistas que se hacían el festín con el botín que el
agua llevaba hacia la costa.
Pero siempre había sido lo
mejor llegar por mar, viniendo desde Irlanda hasta el estuario del Hayle, como
hacían los primeros comerciantes, para vislumbrar la garra de Cornualles
clavándose desafiante en el océano, la imponente grandeza de Land's End
asombrando hasta al más hastiado marinero, con su interior de colinas de
granito abruptas y rocosas, y la aparición de la bahía de St. Ives, con sus
brazos protectores en forma de herradura.
Lali respiró profundo. Su
hogar. Llevaba este lugar en la sangre y haría cualquier cosa para preservarlo.
Dándole a Clover un suave
empujoncito se dirigió hacia la caballeriza. Una de las puertas colgaba
ladeada, los goznes sueltos hundidos profundamente en la madera podrida. Lo
repararía al día siguiente, estaba demasiado escasa de dinero como para
contratar a alguien que hiciera la tarea.
Una vez que Clover estuvo
cepillada y alimentada, Lali puso una manta sobre el lomo de la yegua y la besó
en el hocico.
—Te comportaste bien esta
noche, chica —murmuró, y luego salió a la oscuridad helada.
Al echar un vistazo hacia
arriba, vio la luz parpadeando a través de los vidrios de la ventana de su
dormitorio. Sospechaba que Rocio estaba esperándola ansiosamente. Su amiga se
había opuesto a que Lali persiguiese a los hombres, pero considerando lo que había
sucedido aquella mañana, Lali sabía que Calder no cejaría en sus intentos por
ponerle las manos encima a Rocio a menos que ellas encontrasen algo que fuera
posible usar en contra de él.
Apenas había atravesado la
puerta principal cuando Jasper surgió de entre la penumbra del largo corredor.
Llevaba un solo mechón de cabello blanco adherido a la parte trasera de la
cabeza, mientras hebras tan finas como telarañas se entrecruzaban por el resto
de su cabeza, que se estaba quedando calva. La miró con expresión preocupada,
entrecerrando sus ojos castaños a través de las gruesas gafas.
—Gracias a Dios que regresó
usted.
—¿Todo tranquilo esta noche,
Jasper?
—Sí, señorita. Pero estábamos
preocupados por usted.
—Como puedes ver, estoy bien.
Luego apareció Olinda, una
mujer activa, cuyo cabello plateado enmarcaba un rostro perfectamente ovalado y
la belleza de sus ojos grises claros. Parecía mucho más joven que su marido,
aunque entre ellos hubiera apenas cinco años de diferencia. Ella afirmaba que
era el resultado del fuerte linaje escocés.
—¡Alabado sea San Ninian[1], ahí está usted! Estaba a
punto de llamar a la caballería. ¿Dónde ha estado, querida mía? Nos tenía
preocupados a todos.
—Eso he oído.
—Siempre ha sido usted una
niña preocupante. —dijo Olinda.
Lali le abrazó los delgados
hombros.
—Pero tú de todos modos me
quieres, ¿verdad?
Pese a la brusquedad de su
tono, Olinda le dio una suave palmadita en el brazo.
—Sí, muchacha. Claro que la
quiero. Usted es como una hija para mí.
Lali no sabía qué hubiera sido
de ella el último año de no haber tenido a Olinda y Jasper. Tras la de la
muerte de sus padres y de su hermano, había días en los que había pensado que
no sobreviviría, pero ellos la habían animado a seguir. Ahora era su turno de
asumir la responsabilidad que otros le habían ahorrado durante todo ese tiempo.
¡Guau! El eco del inconfundible
ladrido se oyó en el vestíbulo abovedado haciendo temblar el techo.
Lali miró hacia la cima de la
escalera, donde apareció una cabeza peluda con manchas marrones y blancas.
Sadie bajó torpemente a la carrera y sus enormes patas lo llevaron a través del
piso encerado, haciéndola chocar contra el pobre Jasper, que se desplomó en el
suelo, donde el peso prodigioso de Sadie lo mantuvo inmóvil mientras ella le
obsequiaba una lamida babosa que le ladeó las gafas.
—¡Fuera, condenada bestia! —le
exigió él con tono de mando.
Considerando su enorme tamaño
(era un cruce de lebrel irlandés y alguna otra raza igualmente gigantesca),
Sadie era tan dulce como un corderito. La pobrecilla ni siquiera se daba cuenta
de cuán grande era. Un trueno la hizo esconderse, temblando, detrás de las
piernas de Lali. Y estaba completamente aterrorizada por Sassy, una traviesa
gata atigrada que adoraba tomar por sorpresa a la gente saltándoles encima y que
disfrutaba especialmente de acechar la cola de Sadie. Siempre conseguía que la
pobre perra se escabullera yendo a ocultarse en el regazo de Lali, cargándola
con más de sesenta y siete kilos de aplastante peso muerto.
—Ven, Sadie —la engatusó Lali—.
Deja en paz al pobre Jasper. Estás asfixiándolo.
Los ojos castaños se volvieron
rápidamente hacia Lali, mirándola con adoración, mientras saltaba sobre sus
patas y empujaba con su cabezota la mano de la joven, deseosa de que ésta le
rascase detrás de las orejas.
Lali se arrodilló y acarició
el grueso pelo de la perra.
—¿Le hiciste compañía a
nuestro huésped esta noche? —le preguntó, a lo cual una voz femenina respondió:
—Me acompañó maravillosamente.
Una visión etérea, ataviada
con un vestido de peau de soie[2] azul oscuro los contemplaba de
pie en la cima de las escaleras.
Sin importar cuántas veces uno
viera a Lady Rocio Igarzaball, no podía evitar sentirse conmovido cada vez por
su belleza.
Era una criatura impactante,
grácil, con facciones angelicales y cabello rubio claro que le llegaba hasta la
cintura. La espesa cabellera era ahora una larga cuerda trenzada que le caía
por la espalda, con finos rizos escapando para enmarcar su cara ovalada y sus
ojos de un azul profundo.
Lali era morena, Rocio rubia. Lali
era baja, Rocio alta, con las piernas más largas que Lali había visto jamás. Si
alguna vez había existido una imagen del encanto femenino, Rocio lo encarnaba.
—Gracias a Dios que has
regresado —dijo ella mientras se deslizaba escaleras abajo, deteniéndose delante
de Fancy y tomándola de las manos—. Estaba tan preocupada.
Lali sonrió para darle
confianza a su amiga:
—Un simple hombre no va a
detener a una Esposito. —Incluso antes de terminar de pronunciar esas palabras,
una imagen de cabello oscuro y ojos del color de una joya se alzó delante de
ella. Él no era un simple hombre. Lali no estaba segura de qué era él.
—No lo dudé ni por un minuto.
—La sonrisa de Rocio la transformó de angelical a arrebatadora, con un deje
pecaminoso en esa expresión celestial que hacía a los hombres, jóvenes y
viejos, rendirse a sus pies.
Todas las muchachas habían
odiado instantáneamente a Rocio cuando ésta había llegado al pueblo con su
madre. Pero Lali había sentido hacia ella una inmediata camaradería, sabiendo
cómo era ser la nueva en un lugar donde generaciones de familias habían vivido
y muerto, profundamente enraizadas en la marga arenosa.
La primera vez que vio a Rocio
sentada sola en Meadow's Cove, la muchachita parecía tan triste y perdida... El
corazón de Lali se había compadecido profundamente de ella y en aquel momento y
lugar había prometido que se convertirían en grandes amigas. Y así había sido.
—¿Qué le sucedió a tu mejilla?
—preguntó Rocio, mirando el rostro de Lali con ojos entrecerrados por la
sospecha.
Lali desvió la cabeza, pues
había olvidado el golpe que aquel horrible matón se las había arreglado para
propinarle.
—No es nada, me llevé por
delante una rama baja mientras cabalgaba de regreso a casa. No iba prestando
atención al camino.
Su amiga arqueó una ceja,
obviamente sin creerse esa historia. Pero Lali sabía que no diría nada más. No
quería enojar a Jasper y Olinda.
—Vamos a quitarte esa ropa
húmeda y a meterte en un agradable baño caliente. —Rocio tiró de ella hasta el
cuarto de baño.
Lali subió las escaleras de
buena gana, con Sadie pegada a los talones. Asegurándoles a Jasper y Olinda que
estaba bien logró enviarlos a dormir a regañadientes.
Tan pronto se hubieron
marchado, Rocio volvió a la carga.
—¿Quién te golpeó? —Antes de
que Lali pudiera responder, agregó—: Ay, ¿por qué te dejé ir sola? Nunca podría
perdonarme si te hubiese sucedido algo. —Mientras hablaba le dio un rápido
tirón a la camisa a Lali para quitársela, como si ésta de repente se hubiese
vuelto incapaz de desvestirse sola—. Sabía que esos hombres despreciables te
harían daño. Ir tras ellos fue una verdadera tontería de tu parte. Calder no se
rendirá, lo sabes. No importa lo que hagamos. —Empujó a Lali hacia la cama y le
arrancó las botas raspadas—. Tendré que marcharme a América o a algún otro
lugar así de rudo para esconderme.
—No tendrás que hacer...
—No sé cómo dejé que me
convencieras de hacer estas cosas. Éste es un problema mío, no tuyo.
—Es nuestro probl...
—Tendré que cortarme el
cabello y usar una peluca. Hacerme pasar por una institutriz o una sirvienta.
—Eso es un poco exag... —Rocio
no le permitía terminar ninguna de sus frases.
—Pero no volveremos a hacer
esto. —Empujó a Lali dentro de la tina de cobre que previsoramente había
llenado y mantenido caliente para ella—. Si algo te hubiese sucedido...
Los ojos de Rocio brillaban
por las lágrimas contenidas.
Lali le tomó las manos.
—Soy más dura de lo que
parezco.
—Pero tu cara...
—Ya ni lo recuerdo.
Pero probablemente por la
mañana tendría un cardenal, lo cual haría sentir aún peor a Rocio.
La verdad sea dicha, el beso
que había seguido a la bofetada la había afectado mucho más. ¿Estaría aún en la
taberna el guapo chantajista? ¿La habría buscado, pese a que ella le había
dicho que no lo hiciera? Ay, ¿pero por qué le importaba?
—Si te sirve de consuelo —dijo
Lali—, a los dos matones de Calder se les partirá la cabeza de dolor por la
mañana.
La risa iluminó los ojos de su
amiga.
—Realmente eres la mujer más
extraordinaria que conozco. Los hombres te adorarían... si tan sólo pudiesen
llegar hasta aquí para conocerte.
—Lo mismo digo con respecto a
ti. A estas alturas ya deberías estar casada y manejando una casa llena de
niños.
Rocio frotó los mechones
enredados de Lali.
—Menudo par somos, ¿verdad?
—Una fuerza temible. —Con un
guiño, Lali sumergió la cabeza en el agua y se enjuagó el jabón del cabello.
Salió de la tina y se envolvió
en una gruesa toalla; olía como un jardín en primavera por el jabón preferido
de Rocio.
Su amiga le secó el cabello
con otra toalla.
—Entonces, ¿pudiste encontrar
algo?
—No —respondió Lali con un
suspiro, cogiendo su viejo albornoz de encima de su cama—. Pero algo se me va a
ocurrir.
—No deberías estar haciendo
esto. Ya tienes suficientes preocupaciones propias. ¿No falta poco para que se
venzan los impuestos de esta casa?
Ese recordatorio instaló un
profundo pesar en el corazón de Lali mientras caminaba hacia la ventana y
echaba un vistazo hacia fuera, mirando fijamente a la distancia, donde
sobresalían del suelo las tumbas de granito con figuras de antiguas diosas de
la tierra y sacerdotes, cuyas superficies mostraban huellas de las inclemencias
del tiempo. Las piedras estaban inclinadas formando un techo en lo alto de las
colinas, entre tojos y matorrales, despojadas hacía mucho de los tesoros que
alguna vez habían guardado, convertidas tan sólo en un recordatorio de un modo
de vida olvidado... como pronto lo sería el suyo si no lograba revertir su
situación.
Cuanto más deseaba que las
cosas no cambiaran, más inestables parecían volverse bajo sus pies las arenas
del destino. El peso de la responsabilidad la agobiaba. A menos que las
circunstancias cambiaran, y pronto, perdería Moor's End.
No había advertido cuán
atrasada estaba su abuela en los impuestos hasta poco después de su muerte,
cuando el cobrador golpeó a su puerta para comunicarle las malas nuevas. Le
había dado a Fancy tres meses para saldar toda la deuda, caso contrario la casa
sería expropiada y vendida.
Moor's End había pertenecido a
la familia de su abuela por generaciones. Cada piedra desgastada y cada gozne chirriante
había sido especial para ella, al igual que para Lali. Esta casa había sido su
refugio durante todos los años difíciles, nada existía para ella más allá de
sus muros. Después de todo lo que su abuela había hecho por ella, le debía al
menos tratar de salvar la casa que ella había amado. Sólo le quedaban dos meses
para hacerlo.
Forzando una sonrisa en su
rostro, se volvió a Rocio.
—Te preocupas demasiado. Ya
tengo la mitad del dinero. —Apenas tenía un tercio. Se había hecho
prácticamente imposible traer cosas desde la ensenada debido al control que
hubo durante los meses pasados para hacer respetar las nuevas disposiciones.
—El contrabando es demasiado
arriesgado. Si te atrapan...
—No lo harán.
—Las rocas son traicioneras,
especialmente de noche.
—Conozco cada grieta.
Rocio frunció el ceño.
—Aun así...
Lali atravesó la habitación
caminando trabajosamente, hasta llegar delante de su amiga.
—Prometo tener cuidado. Ahora,
lo mejor sería dormir un poco. Quién sabe qué diabluras nos tendrá preparadas
Calder para mañana. —Tendrían que estar aún más atentas desde ahora—. ¿Quieres
que Sadie duerma contigo?
—No, estaré bien. —Rocio se
detuvo en la puerta—. ¿Te he dicho últimamente lo maravillosa que eres como
amiga?
—Me lo has dicho mil veces. No
te preocupes. Le ganaremos a Calder con sus propias armas. —Con la esperanza de
verse tan confiada como parecía al hablar, Lali cogió una pequeña lámpara de
aceite—. Te acompaño hasta tu cuarto.
Mientras salían a la oscuridad
del pasillo, Lali se halló pensando en su tutor. Sólo podía dar gracias de que
no se hubiese dignado a aparecer por Cornualles. Lo último que necesitaba era
un ex militar controlando cada uno de sus movimientos.
Se preguntaba qué habría
estado pensando su hermano para cargarla con un guarda, como si ella no fuese
capaz de cuidarse sola. Y peor aún, un guarda cuyas diabluras a menudo
aparecían en las páginas de escándalos. George debía de estar delirando. Pero
mientras su misterioso guarda se mantuviese lejos de ella, todo estaría bien. O
al menos eso esperaba.
—¿Qué fue eso? —susurró
Rocio de repente.
—¿Qué fue el qué?
—Oí algo abajo.
Lali volvió la cabeza hacia el
descansillo y escuchó. Hasta ella sólo llegaron la respiración jadeante de
Sadie y el susurro del viento atravesando las grietas de las piedras.
Luego lo oyó. Los ruidos
apagados que hacía alguien al moverse en el viejo salón de fumar de su abuelo.
Un frío le subió por los brazos erizándole los vellos de la nuca.
—Tal vez sea Jasper —respondió
en un susurro, mientras Rocio y ella se movían lentamente hacia las escaleras.
Pero Jasper no tenía motivo para estar en el salón de fumar. El abuelo había
sido el último ocupante habitual de aquel cuarto. Viejas botellas de licor aún
se alineaban en la vitrina, bien añejadas y ahora muy fuertes, sospechaba. Pero
nadie en la casa bebía.
Lali se aferró a la
barandilla, espiando la luz que resplandecía por debajo de la puerta al pie de
la escalera.
—Quédate aquí —le dijo a Rocio,
a quien tenía apretada contra su espalda.
—No voy a dejarte bajar sola.
Podría ser Calder.
Lali no quería pensar que
nuevamente había subestimado la determinación de Calder.
—Probablemente no sea más que
un animal que entró por la chimenea. —Lo cual no explicaba la luz, pero eso lo
guardó para sí—. Regreso en un minuto.
Rocio la cogió del brazo con
fuerza.
—Llamemos a Jasper.
Lali no deseaba alarmar a su
amiga, pero Rocio parecía creer que porque Jasper era un hombre podía manejar
cualquier situación. Lo que no recordaba era que el hombre tenía setenta años
mínimo y sufría de reumatismo.
—Aun si quisiera levantar al
pobre, sabes que Jasper duerme como un tronco.
Rocio se mordió ansiosamente
el labio inferior. Luego sus ojos se iluminaron.
—Espera aquí. —En menos de un
minuto estuvo de vuelta y apretó algo frío en la mano de Lali, quien bajó la
vista para encontrarse con el arma de su abuelo. Hasta esta noche nunca antes
la había sostenido—. Vamos —le urgió Rocio a continuación con expresión
decidida mientras cogía un pesado candelabro de latón.
Lali sabía reconocer una
derrota. Respirando profundamente, exhaló el aire lentamente. Luego ambas
bajaron las escaleras sigilosamente, tan pegadas que casi parecían una sola.
Hasta Sadie se apretaba temblorosa contra su muslo.
Cuando llegaron al
antepenúltimo escalón, la puerta del salón de fumar se abrió de golpe y una
sombra de gran tamaño se proyectó sobre el suelo antes de que una figura
igualmente grande emergiera en el vestíbulo. El jadeo al unísono hizo que el
hombre alzara bruscamente la cabeza en dirección a ellas.
Inmediatamente Sadie lanzó un
ladrido y en arranque de valentía sin precedentes, se arrojó sobre el intruso.
El hombre cayó al suelo cubierto por un montículo de pelo de perro... y de
repente el arma que Lali tenía en la mano se disparó.
Sadie ladraba
enloquecida, mientras la voz de Rocio se quebró en un alarido de alarma. Hasta
Sassy, que a duras penas había conseguido salir de un oscuro armarito, siseó,
con el pelo marrón anaranjado erizado como púas.
«Dios santo»,
pensó Lali, ¡le había disparado a un intruso! Por lo menos eso creía. No podía
ver nada a través del denso humo gris que le nublaba la visión. ¡El arma de
fuego tenía por lo menos veinte años y nunca hubiera esperado que estuviese
cargada!
Moviendo la mano
para apartar el humo de su rostro, Lali jadeó al ver la figura boca abajo sobre
el suelo. Voló escaleras abajo, el cabello húmedo adherido al albornoz, cayendo
como un riachuelo negro por sobre sus hombros. Se arrodilló junto al hombre y
por primera vez lo miró bien. La sorpresa la dejó boquiabierta cuando unos ojos
color aguamarina se posaron sobre ella.
—Todavía no estoy
muerto —gruñó él—, pero sospecho que tendrás éxito en acabar conmigo antes de
que amanezca. —Cerró los ojos e hizo una mueca de dolor, sacando a Lali de su
aturdimiento.
La mirada de la
joven se topó con el tobillo de él y vio la fea herida que el roce de la bala
le había causado.
—Necesitará unas
puntadas.
Rocio se
arrodilló al otro costado del hombre, pensando con más claridad que Lali en ese
momento, mientras arrancaba una tira de su combinación y la ataba en el tobillo
de él con la habilidad de una enfermera entrenada.
—Enviaré a Jasper
a buscar al doctor —dijo Rocio, empezando a ponerse de pie, pero el hombre
alargó rápidamente la mano y la tomó de la muñeca.
—Nada de doctor.
Sólo... cósame. —Se volvió hacia Lali—. Tú. —La palabra era una orden.
Antes de que Lali
pudiera protestar, aparecieron Jasper y Olinda.
—Ay, Señor, ¿qué
sucedió? —gimió Jasper.
—Atrapamos a un
merodeador dando vueltas por la casa —respondió Rocio.
—No es ningún
merodeador, señorita. Es el señor Lanzani.
Lali parpadeó y
lentamente llevó la mirada al bulto que yacía junto a ella en el suelo.
—¿Peter Lanzanil?
—preguntó, rogando que no fuera así. No su tutor. No aquí. No ahora. ¡No así!
—En persona —respondió
su víctima—. O al menos lo que queda de mi persona.
Lali cerró los
ojos, deseando poder desaparecer. De entre todos los hombres del mundo, ¿por
qué tenía que ser este hombre el que su hermano había designado como su tutor?
Ella había besado a este hombre, y lo había disfrutado.
En ese momento un
gemido que venía desde el suelo la hizo reaccionar. Preocupada, se inclinó
sobre él.
—¿Qué le sucede?
Él
abrió un ojo.
—¿Quieres
decir aparte del hecho de que me han disparado? —Enroscó en un dedo una larga hebra
de cabello de la joven y tironeándola la hizo bajar la cabeza hasta poder
susurrarle al oído—. Otro beso sería de gran ayuda para calmar el dolor.
Lali
casi perdió una madeja de pelo por el modo abrupto en que se incorporó,
sobresaltada por el estremecimiento en su interior al sentir el cálido aliento
sobre su mejilla. Lo miró enojada y él sonrió. Luego su sonrisa se fue
desvaneciendo y empezó a temblar.
Dios, ¿qué pasaba
con ella? El hombre estaba herido. Se volvió hacia Jasper.
—¿Aún tenemos el
láudano que usamos cuando Bevil se rompió el brazo?
—Creo que sí
—dijo él, y salió en busca de la medicina a toda prisa.
—Deberíamos
llevarlo a alguna de las camas arriba —sugirió Olinda.
Lali asintió,
observando su contextura grande y musculosa.
—Tú cógele el
brazo derecho —le dijo a Rocio—. Yo me ocuparé del izquierdo.
Con gran esfuerzo
lo pusieron de pie. Lali tenía una leve sospecha de que él estaba dificultando
deliberadamente la tarea y también disfrutando mucho de recargar sobre ella la
mayor parte de su peso.
La mano grande y
morena que descansaba sobre el hombro de la joven le rozó el pecho. Para acabar
de mortificarla, el pezón se irguió ante el contacto. Buscó rápidamente la
mirada de él, lista para tirarle de las orejas, pero sus ojos estaban
completamente cerrados y apretaba la mandíbula.
La primera
habitación a la que llegaron era la de ella. Lali dudó, sintiéndose
extrañamente nerviosa ante la idea de acostarlo en su cama. Pero los otros tres
cuartos de huéspedes estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo y en ninguno
de ellos había sábanas. Ella tendría que dormir en el escritorio. Por la mañana
haría que lo trasladasen a algún otro lugar.
Se las arreglaron
para llevarlo a la cama. Tan pronto como Rocio se fue, el hombre se reclinó
pesadamente sobre las almohadas, arrastrando a Lali con él, y encima de la parte superior de su cuerpo, sin nada
que se interpusiera entre ella y el cuerpo masculino macizo y duro que tenía
debajo.
—Así está mejor.
Aunque parecía
enfermo, sonreía maliciosamente, y esta vez ella estaba segura de que él había
actuado deliberadamente.
—Va a soltarme
usted —siseó ella, en voz lo suficientemente alta como para que él la oyera—, o
se encontrará con que tiene los pantalones cosidos a la herida.
Él rió suavemente
entre dientes ante la amenaza, aunque sin soltarla inmediatamente, y luego
abrió los brazos. Ella se alejó rápidamente, sintiendo cómo se había elevado la
temperatura en la zona de su cuerpo que acababa de estar en estrecho contacto
con él.
Entonces entró Jasper,
con un vaso en una mano y la botella de láudano en la otra. Cuando se disponía
a verter en el vaso la potente medicina, el paciente le arrebató la botella y
bebió un generoso trago.
Lali le sujetó la
muñeca.
—No vaya a beber
demasiado.
—¿Preocupada por
mí? —Alzó burlonamente una ceja y luego apuró otra dosis, seguramente excesiva,
hasta para un hombre de su tamaño.
Ella le hizo
bajar la mano.
—Si usted muere,
me culparán a mí.
—Y el asesinato
es un crimen que se castiga con la horca —dijo él, complaciéndose en repetir
las palabras que había usado antes para burlarse de ella.
Lali hizo un
esfuerzo por no contestar y miró hacia atrás.
—Voy a necesitar
algunos suministros médicos para curarlo.
—Aquí
los tengo —dijo Olinda, alcanzándole la desteñida cartera negra que contenía
una aguja, hilo, pomada balsámica, vendas y una selección de hierbas curativas
que su abuela le había enseñado a usar.
Lali notó que su
paciente estaba desabotonándose los pantalones.
—¿Qué está
haciendo? —preguntó con voz indignada, la voz de una mujer que nunca antes ha
visto un hombre desnudo.
Cuando él la
miró, un brillo travieso bailoteaba en sus ojos, aunque la joven podía ver que
la droga estaba empezando a apagarlos.
—Al parecer estoy
desvistiéndome. Necesitas llegar hasta mi herida, ¿no?
—Puedo cortar la
mitad inferior de sus pantalones —le dijo ella en tono serio y desaprobador,
rogando que no empezara a desabrochar el próximo botón.
—¿Estás segura?
—preguntó él con un tono provocador.
—Totalmente.
Olinda se
adelantó desde detrás de la joven.
—Yo debería hacer
esto, muchacha. Tú no estás casada. —A lo cual agregó, dirigiéndose al herido—:
Nunca antes ha tocado siquiera a un hombre, ni los ha dejado tocarla, es una
buena chica, nuestra muchacha.
Lali se sentía
completamente mortificada, sensación que se agudizó cuando el pillo la miró
arqueando una de sus oscuras cejas, recordándole descaradamente que no sólo
había tocado a un hombre, sino que además había gemido mientras él la besaba.
¡El muy canalla!
Le lanzó una
mirada llena de enojo, pero el canalla simplemente rió. Luego sus párpados
empezaron a cerrarse a medida que la droga hacía efecto, lo cual a ella le vino
de maravilla. Lo último que necesitaba era que él le hiciera esto más difícil
de lo que iba a ser.
—No os
aprovechéis de mí mientras esté imposibilitado de defender mi honor, señoras.
Luego su cabeza
cayó hacia el costado.
Rocio se paró
junto a su hombro.
—Dormirá
por un buen rato, considerando la
cantidad de láudano que bebió.
Lali bajó los
ojos para fijarlos en ese cuerpo grande tendido largo a largo en su cama y se
le presentó una imagen de él envuelto en un lazo navideño (un lazo colocado en
un lugar estratégico, por supuesto). Cualquier otro hombre se vería ridículo
tendido sobre un cubrecama blanco plisado, pero a él eso sólo lo hacía verse
más grande e impresionante.
Suspiró y echó
una breve ojeada a Rocio, notando la mirada inquisitiva que ésta le dirigió.
Evitándola, se volvió hacia Jasper y Olinda, quienes estaban parados a los pies
de la cama, con los dedos suavemente entrelazados, aún enamorados tras casi
cincuenta años de matrimonio.
—¿Por qué no os
vais a dormir ambos? Rocio y yo ya podemos manejar este asunto.
Jasper apenas
podía sostenerle la mirada.
—Lo lamento,
señorita. Todo esto es sólo culpa mía. Pensé que usted y Lady Rocip se habían
ido a dormir. Oí el ruido de un caballo viniendo por el camino de entrada a la
casa y me preocupé porque pensé que podía ser Lord Westcott que venía a
llevarse a Lady Rocio. Me temo que salí a la puerta principal a recibir al
señor Lanzani con el viejo trabuco[1]
que colgaba de la pared del estudio de su abuelo. Claro que me sentí muy mal al
darme cuenta de quién se trataba. No estaba enterado de que él iba a venir,
sabe.
—Ninguno de
nosotros lo sabía, Jasper. —Y Lali sospechaba que ésa había sido la intención
del hombre, sorprenderlos con la guardia baja. Simplemente era así de tramposo.
—Le dije que
todos ya se habían retirado a dormir y que no teníamos una habitación preparada
para él, pero dijo que por esta noche se acostaría en el estudio. Me pareció
bastante complacido al encontrar el armario de los licores bien provisto, y
parecía ansioso por estar a solas. Me dijo que me fuera a descansar. No se le
veía muy bien, ahora que lo pienso.
Probablemente
debido al golpe que ella le había propinado. De nuevo afloró en ella ese
remordimiento constante.
—No considero que
nada de esto sea tu culpa, Jasper. El señor Lanzani no debió haber aparecido en
mitad de la noche. Ahora, ¿por qué no os vais a dormir un poco? Ha sido una
larga noche.
Y no parecía que
fuera a terminar pronto.
—¿Estás segura
querida?—preguntó Olinda y agregó—: Es un hombre grandote (como si fuera
posible que Lali no lo hubiera notado). Tiene un aspecto bastante peligroso...
y es guapo, además. Las muchachas lo pasarán bien con éste.
Seguramente, las
muchachas lo pasarían bien. En un paraje tan remoto de Cornualles, sería como
un ángel enviado desde el cielo. Y era obvio que él no sentía compunción alguna
acerca de a quién o en qué circunstancias otorgaba sus favores.
—Vamos a estar
bien —le aseguró Fancy, intentando convencerse de eso.
Finalmente Olinda
se encogió de hombros.
—Ven, esposo mío.
Tenemos algo pendiente. Si mal no recuerdo, estabas tratando de hacer que me
desvaneciera de emoción por tus declaraciones de amor.
—¡Olinda! —la
regañó Jasper con tono avergonzado, al tiempo que cruzaban la puerta y sus
voces suaves de ancianos se apagaban en la distancia.
—Realmente hacen
una pareja adorable —comentó Rocio.
—Sí —dijo Lali.
Si tan sólo todos
pudieran encontrar la clase de amor que compartían Jasper y Olinda...
Suspirando, bajó
la vista hacia su tutor. Peter Lanzani. Lucifer sería un nombre mucho más adecuado,
ya que seguramente era el diablo, en un envase increíblemente atractivo.
Abriendo la
cartera sacó un par de tijeras de costura y procedió a cortarle los pantalones
por debajo de la rodilla. Una fina sombra de vello oscuro salpicaba la
musculosa pantorrilla. Antes de que la joven pudiera contenerse sus dedos
dibujaron sobre la piel de él.
Cuidadosamente
retiró el trozo de lino en el que Rocio había envuelto la herida. Ésta no era
tan grave como había temido, pero era desagradable de ver, un corte largo y
profundo que formaba una media luna sobre el tobillo. Unas pocos centímetros
más y podría haberle dado en el pie.
—¿Quisieras
contarme ahora toda la historia? —dijo Rocio mientras le alcanzaba un trozo
limpio de algodón y una botella de antiséptico para lavar la herida.
Sin levantar la
vista, Lali respondió:
—Me encontré con
él en la taberna. Me sorprendió cuando yo estaba registrando los bolsillos de
uno de los hombres.
—Dios mío, ¿y qué
hizo al verte?
—Nada. —Sólo
desearía que hubiese hecho algo, pues entonces quizás tendría una mejor excusa
para el modo en que había actuado—. Fue más lo que hice yo.
—Ay, no ¿Qué
hiciste? —«Esta vez», fueron las palabras que faltó decir.
Lali miró
directamente a su amiga.
—¿Cómo podía
saber yo que él era mi tutor? De repente estaba ahí de pie, sonriéndome. Yo no
sabía qué hacer. Pensé que si él mandaba a llamar a las autoridades, te
llevarían de nuevo con Calder y yo... bueno, no sé qué hubiese sucedido. Pero
dudo que hubiera sido algo inspirador.
—¿Qué hiciste?
—insistió Rocio.
—No fue mi
intención «hacer» cosa alguna. Honestamente, simplemente pensé que si él veía
el arma...
Rocio gruñó.
—No es posible.
—¡Sólo
estaba tratando de hacer que saliera de mi camino! El arma no estaba cargada, o
al menos yo pensaba que no lo estaba.
—No le disparaste
también allí, ¿verdad?
La exasperación
se abrió paso en el interior de Lali.
—¡No
quería dispararle esta vez! Fue un accidente.
—¿Entonces,
simplemente dejó que te marcharas?
—Bueno,
sí...
—Algo me dice que
hay un «pero».
Lali desvió la
mirada, hurgando el bolso en busca de una aguja e hilo.
—Temía que él
fuera a seguirme. Así que... lo golpeé en la cabeza con una piedra. Rocio se
hundió en la cama.
—¡Ay, Dios mío!
—dijo, en tono calamitoso.
—Lo mismo digo. —Lali
enhebró la aguja y empezó a cerrar la herida, sintiendo bajo las yemas de sus
dedos la piel resistente de él—. ¿Qué voy a hacer?
—Tal vez él
despierte de un humor más inclinado al perdón. —Pero mientras se miraban, Lali
sabía que aquello era muy poco probable. Estaba además el pequeño detalle de
que ella había amenazado su virilidad con un atizador.
Y que lo había
besado.
—¿Por qué no
podía haberse limitado a enviar otra institutriz? —se lamentó—. En el año que
ha transcurrido desde la muerte de Nico, no se ha dignado a venir de visita, lo
cual para mí fue conveniente. La culpa es suya, por elegir el peor de los
peores momentos para aparecer.
—Pues yo no puedo
culparlo del todo.
La mano de Lali
se detuvo en mitad de una puntada.
—¿Y por qué no?
—Ahuyentaste a
todas las institutrices que él envió.
—Todas ellas me
trataban como si fuera una niñita: «No levante el meñique al beber el té, Lady Mariana»
—imitó perfectamente—. «La espalda derecha, Lady Mariana», «No arrastre los pies
al caminar, Lady Mariana». —Lanzó un bufido—. Era ridículo. ¿A quién va a
importarle si levanto o no el meñique mientras bebo el té?
—Podría
importarte a ti, si alguna vez desearas ser presentada en la sociedad bien
educada.
—Lo único que
deseo es que me dejen en paz.
—Eso es algo que
puedo comprender muy bien. —Transcurrió un momento de pensativo silencio antes
de que Rocio dijera—: ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Lali lanzó un
suspiro.
—No lo sé.
Por más que se
empeñaba en que aquel hombre le desagradara, pues sólo había venido a
trastornarle la vida, en el fondo el tenerlo allí le provocaba una extraña
excitación.
Al dejarlo en la
taberna, una extraña tristeza se había apoderado de ella ante la perspectiva de
no volver a verlo jamás. Quizás hasta había albergado la absurda esperanza de
que la siguiera. En el instante mismo en que lo vio tendido en el vestíbulo,
había sentido una secreta emoción.
Sentía emociones
desordenadas mientras ataba la última puntada y la asaltó la repentina urgencia
de alejarse corriendo a toda prisa. Algo le decía que su vida ya no sería la
misma a partir de este momento.
—¿Crees que nos
causará problemas? —preguntó Rocio.
Lali bajó la
vista hacia su tutor dormido y suspiró.
—Creo
que no nos causará más que problemas.
Cuando
Rocio se retiró a dormir, Lali se sentó en una silla en un rincón de la
habitación, con Sadie tumbada a sus pies, mirando subir y bajar el pecho de su
tutor. El sueño había despojado a su rostro de toda picardía y tenía el aspecto
de un ángel caído. Demasiado turbada para desvestirlo, sólo le había quitado la
chaqueta. Lo que alguna vez había sido una prístina camisa blanca con el cuello
almidonado estaba ahora sucia de polvo y pequeñas manchas de sangre. Sus
pantalones estaban arruinados. No traía corbata, lo cual en la mayoría de los
lugares hubiera sido considerado inapropiado. Pero no parecía el tipo de hombre
a quien le importaba lo que era o no inapropiado. Era una persona muy inusual
en muchos aspectos. Había sido militar. «Coronel condecorado», había alardeado Nico
en sus cartas. Su hermano parecía creer que el sol salía y se ponía a los pies
de este hombre. «Es la persona más valiente que he conocido», le había escrito
repetidas veces Nico, que evidentemente idolatraba a su superior. «Creo que te
gustaría».
Lali dudaba de
que su hermano hubiera querido que sus palabras fueran tan proféticas. Sí que
le gustaba su coronel, en el peor de los sentidos. Pero su comportamiento
impulsivo la había puesto en un camino sin retorno. Lo había besado, a él, que
era un hombre que para todo propósito práctico iba a hacerse cargo de la vida
de ella. Eso sólo podía provocar una catástrofe. Pero con sólo mirar a Lucien
se le anudaba el estómago, y sus dedos ardían por tocarlo. Se puso de pie
abruptamente, disgustada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Si
continuaba mirándolo podía muy bien ceder a la imperiosa necesidad de tocarlo
para asegurarse de que su corazón latía fuerte y regularmente bajo los dedos de
ella.
Caminó lenta y
sigilosamente hasta la ventana, donde se quedó contemplando la noche eterna. La
luna resplandecía sobre los suaves bordes del océano, con fulgor diamantino,
arrancando reflejos de prismas de las ventanas polvorientas del jardín de
invierno.
Moor's End había
sido una vez una magnífica finca que le daba trabajo a la mitad de los
lugareños. Ahora la gran caballeriza estaba casi vacía, la vegetación de los
jardines demasiado crecida, los ciruelos silvestres necesitaban ser podados...
Dentro de tres
días iba a reunirse con Bodie en el Mariner's Nook[1]
para liar el cargamento que, esperaba, la acercaría a
saldar la deuda de su abuela. La inesperada vigilancia de su tutor dificultaría
mucho las cosas.
Un suave gemido
trajo a Lali de vuelta a la realidad. Se volvió, esperando ver fija en ella la
mirada acusadora de unos ojos de color verde azulado, pero Peter aún dormía,
aunque inquieto. Mientras se acercaba, él comenzó a debatirse en los espasmos
de una pesadilla que ella sospechaba había sido provocada por el exceso de
láudano.
Ella
se sentó pesadamente sobre la cama, junto a él, que musitaba palabras en un
idioma irreconocible para ella, salvo por algunas frases inteligibles.
—No —farfullaba
él, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la almohada—. ¡No lo hagas! ¡No!
—De repente sus manos se cerraron con fiereza alrededor de los brazos de ella.
La joven
retrocedió bruscamente, sobresaltada. Pero él no le hizo daño, simplemente
siguió aferrado a ella, que sabía que él no era consciente de lo que estaba
haciendo.
—Shh —murmuró,
tratando de calmarlo—. Está bien. Todo está bien.
—Sanji —dijo él
con voz gutural, el rostro contraído de dolor—. Lo siento. Lo siento.
Lali podía oír el
encendido arrepentimiento en la voz de él y se preguntó quién sería Sanji. ¿Tal
vez uno de sus soldados, a quien no había podido salvar, como había sucedido
con el hermano de ella?
—Estás perdonado.
Ahora descansa.
Al aflojar él la
presión, ella liberó sus brazos de un tirón, pero no se alejó. En cambio, tomó
entre sus manos la mejilla de él, y pudo sentir la tensión del músculo. Él
pareció calmarse mientras ella lo acariciaba, deslizando sus dedos a través del
sedoso cabello de él mientras le susurraba suavemente. Luego le empapó la
frente con un paño frío, y la piel estaba tan caliente que temió una infección.
Cuando estaba
enjuagando el paño se volvió para encontrar fija en ella una mirada de ojos
nublados por la droga.
—Ahora duerme —le
dijo ella en voz baja—. Te sentirás mejor en la mañana.
La mano de él le
rodeó la parte superior del brazo, tironeándola hacia delante hasta que
estuvieron cara a cara, los senos de ella ruborizados contra el pecho de él.
Luego, tomándola de la parte de atrás de la cabeza, atrajo hacia sí la boca de
la joven. Ella no se resistió, no podía. Deseaba saber si lo que había sentido
la primera vez había sido real, aun si él no se daba cuenta de lo que estaba
haciendo.
Cerrando
los ojos, se dejó llevar. La boca masculina se amoldó a la de ella, fuerte y
suave a un tiempo, y la lengua se deslizó dentro para saborearla, para
persuadirla.
El beso fue todo
lo que ella había esperado, y más. Pero terminó demasiado pronto, cuando los
dedos de él se deslizaron soltando el cabello de la joven y sus ojos se
cerraron lentamente. Al minuto siguiente, estaba nuevamente dormido.
Lali dudaba que
al llegar la mañana él recordara algo de lo que había sucedido. Pero ella
tardaría en olvidarlo.
Peter despertó
sintiéndose como si un punzón le hubiera atravesado el cráneo. Pequeños
martillos golpeaban contra sus sienes y su boca sabía como si una rata se
hubiese arrastrado a morir allí dentro. «Efecto del láudano», razonó su mente
asediada. La droga preferida de los pobres.
Después de un
rato la niebla empezó a disiparse. ¿Por qué había encima de su cabeza un dosel
blanco traslúcido y una colcha con volantes lo cubría hasta la barbilla?
Si esto era el
infierno, no era en absoluto como él lo había imaginado.
Se frotó los ojos
y volvió a abrirlos. El dosel estaba aún allí. También el cubrecama. ¿Qué
diantres estaba sucediendo? Recordaba vagamente a una mujerzuela llamada Sugar
y un dolor que parecía quemarle el tobillo. Luego, el recuerdo de unos ojos
verdes helecho penetró en su mente, la imagen vacilante de una chiquilla
increíblemente imprudente. Él se había marchado de la taberna para hallarla. Y
lo había conseguido (en gran detrimento de su persona).
En ese momento un
extraño sonido retumbó en el oído de Peter y un calor húmedo se esparció por el
costado de su cara. Cautelosamente, giró la cabeza y se encontró con un par de
penetrantes ojos marrones del tamaño de platillos de té, que le miraban
fijamente desde la cara de un perro gigantesco. Sus dientes eran enormes, su
mandíbula lo suficientemente grande como para desgarrarle la tráquea.
El perro ladeó la
cabeza y lo miró sin parpadear. Luego desplegó su larga lengua rosada y le
baboseó la cara.
—Ten cuidado,
maldito sabueso. —Peter se secó la mejilla con la mano—. Mira que en algunos
países los perros son considerados un manjar exótico.
La amenaza no
surtió efecto en el desconcertado animal y Peter prácticamente rodó fuera de la
cama cuando el perro apoyó las patas delanteras sobre el colchón para
olfatearle la ingle.
—A menos que seas
una mujer disfrazada —dijo él alejando el hocico del perro con un ademán—, esa
zona está estrictamente prohibida para ti. —Intentó espantar al animal de
encima de la cama—. Dios mío, pesas tanto como un Clydesdale[1].
¿Qué comes? ¿Clipers[2]?
Abajo, tú...
El resto de la
orden quedó en suspenso cuando el perro dejó escapar un aullido que sonó como
proveniente de las mismísimas entrañas del Hades. Al minuto siguiente, la
bestia estaba desparramada sobre Peter, tratando de meterse bajo las mantas y
temblando con tal violencia que toda la cama se sacudía.
Un segundo más
tarde el gato más feo que Peter había visto jamás apareció repentinamente sobre
la mesita de noche, flexionando las garras y probando los afilados extremos
sobre el cubrecama y provocando angustiados aullidos de parte del perro.
—¡Ay, Dios mío!
—Una voz nueva se sumó al follón—. ¡Sadie, abajo! ¡Sassy, basta!
Esa voz... Peter
espió por encima de la gran cabeza canina y se encontró con la golpeadora de
cráneos de la taberna corriendo en su auxilio. La muchacha ahuyentó al gato,
quien salió del cuarto pavoneándose, haciendo ondear la cola como la bandera de
un barco de guerra.
El perro echó una
mirada por el borde de la cama para asegurarse de que su némesis no estaba
esperando para atacar antes de quitar su pesado cuerpo, lo cual eliminó todas
las barreras entre Peter y la mujer, que lo miraba cautelosamente. Si antes le
había parecido hermosa, era aún más impactante a la luz del día. El cabello
negro se arremolinaba en una suave nube alrededor del rostro de la joven. Sus
ojos eran luminiscentes y, mientras la miraba, el tono verde se oscureció.
Cuando le había disparado ella estaba vestida con ropas de dormir. Ahora
llevaba un sencillo vestido mañanero de color rosa pálido que acentuaba cada
curva y hueco.
—Volvemos a
encontrarnos —dijo él.
—Así es.
—¿No te parece
fortuito que uno de nosotros esté ya en la cama? —Rodó sobre sí para apoyarse
sobre un codo y dio una palmadita sobre el lugar junto a él—. ¿Te gustaría
venir a hacerme compañía?
Ella lo ignoró.
—¿Cómo está su
tobillo esta mañana?
Lucien echó una
mirada al vendaje de lino envuelto prolijamente alrededor de su herida y luego
miró de nuevo a su enfermera.
—Veo que todavía
forma parte de mi cuerpo.
—¿Le duele?
Gracias a Dios,
no sentía dolor. Sin embargo, no podía ponérselo tan fácil. Después de todo,
ella le había disparado.
—Me duele
bastante —mintió.
Ella frunció
ligeramente las cejas.
—¿Quisiera más
láudano?
—No. —En realidad
la potente medicina tampoco hubiese sido necesaria la noche anterior. Al menos
no para su herida—. ¿Tal vez podrías friccionarme la pierna? —sugirió.
Ella le echó una
ojeada cargada de sospechas, y luego le miró la pierna. Peter notó que tocarlo
no era precisamente uno de los anhelos más preciados de ella. La mayor parte de
los hombres no considerarían eso una buena señal. Él sí.
Planeaba hacerse
el inválido por todo el tiempo que le fuera posible. Era el castigo perfecto
para ella y una retribución apropiada para calmarlo. Él percibía que la joven
tenía dentro un gran caudal de pasión desaprovechado y tenía la intención de
sacarlo a la luz.
Vacilante, ella
se sentó sobre la cama, tan cerca del borde que él se sorprendió de que no se
cayera. Se humedeció los labios, gesto que captó la atención de él y dio inicio
a una lenta generación de calor en la ingle de Peter. Él recordaba vívidamente
el dulce sabor de ella y la agradable sensación de tenerla entre los brazos.
Cerró los ojos
mientras ella apoyaba las manos sobre él y empezaba a masajearle suavemente la
parte inferior de la pierna. Sus dedos eran cálidos y sorprendentemente
expertos.
Abriendo los
ojos, él la observó y notó que ella no le sostenía la mirada.
—Entonces, ¿cómo
te llamas, cielo?
Ella detuvo la
asistencia y lo miró.
—¿No lo sabe?
—¿Cómo podría
saberlo? Tampoco es que nos hayan presentado formalmente.
Le miró la pierna
y se mordisqueó el labio inferior.
—¿Quién cree que
soy?
Maldición. Ella
se disponía a torturarlo.
—Aunque anoche
este juego me pareció divertido, hoy no me siento con ganas de jugarlo. —Gruñó
para darle fuerza a lo que decía y cambió de posición la pierna, complacido
cuando ella volvió rápidamente a friccionarle los músculos—. El chaval de la
caballeriza dijo que trabajabas aquí.
Ella levantó la
cabeza de golpe.
—¿De verdad?
Peter se encogió
de hombros evasivamente.
—Bueno,
puede que no exactamente con esas palabras, pero esa era la idea. Así que
imagino que estuviste en la taberna anoche para hacer algo de dinero extra. ¿No
te pagan lo suficiente aquí?
Lali se quedó sin
palabras. ¿Era posible que no se diera cuenta de que ella era su pupila? ¿Es
que su hermano nunca se la había descrito?
Resultaba
demasiado increíble para ser cierto, pero realmente parecía que él la había
tomado por una criada (o por algo aún peor, aparentemente). Aunque debería
sentirse ofendida, no podía culparlo. Era verdad que ella no se comportaba como
la señora de la casa, ni se vestía como tal. No podía reparar una puerta rota
de la caballeriza o una escalera podrida si llevaba puesto un primoroso
vestido. De no haber sido por la inquietante manera en que él la había mirado
la noche anterior, ahora llevaría puestos sus pantalones.
Se sobresaltó
cuando de repente él le cogió un mechón entre los dedos.
—¿El problema es
el dinero, cielo? Hay hombres que pagarían muy gustosamente para tenerte
embelleciendo sus camas. Me incluyo.
Al igual que la
noche anterior, la acercó hacia sí tomándola del cabello, hasta que estuvieron
cara a cara. Ella se preguntaba si la besaría de nuevo. Y si deseaba que lo
hiciera.
—Quizás si
cerraras la puerta con llave —murmuró él—, podríamos discutir los detalles.
Prometo hacer que valga la pena para ti.
Lali no podía
dejar de observarlo, hipnotizada por su mirada y por el modo en que el color de
sus ojos parecía cambiar de verde a azul.
—¿Me está
haciendo una propuesta indecente, señor Kendall?
La sonrisa de él
irradiaba pecado.
—Eso parece. No
voy a negar que me atraes.
Lali apenas podía
respirar. Él se sentía atraído por ella. Había supuesto que la noche anterior
él simplemente había estado jugando con ella.
Nunca había sido
el tipo de mujer que inspiraba pasión en los hombres, sino más bien amistad,
como la que compartía con Maxi, aunque él había empezado a hablarle de
matrimonio el año pasado. Pero sabía que él se sentía equivocadamente
responsable de cuidarla ahora que Nico ya no estaba.
Maxi y el hermano
de Lali habían sido amigos íntimos desde niños, a veces inseparables. Ahora que
lo pensaba, era raro que Nico hubiese designado a un extraño como su tutor en
vez de a su amigo más íntimo, quien hubiese sido la elección lógica que Lali
podría haber aceptado con mucha más facilidad.
Pese a que Maxi
disfrutaba de sermonear (como la mayoría de los hombres) él nunca hubiera
interferido en sus planes. En realidad la había ayudado las últimas dos veces
que Bodie había llegado con la marea de la medianoche a recoger el coñac y las
telas francesas contrabandeados, aunque la transacción no se había concretado
debido a la repentina aparición de los aforadores. De no haber sido por la
densa niebla que a menudo cubría la playa en horas de la madrugada, podrían no
haber escapado.
—¿Qué me dices,
cielo? —la incitaba su paciente—. No se lo contaré a tu señora. Ambos podríamos
pasarlo muy bien. Seguramente mi estancia aquí se volvería mucho más
placentera.
Sin
duda alguna.
—¿Usted no quería
venir?
—No —respondió él
sin vacilar—. Lo último que necesito es hacerme responsable de una mocosa
demasiado excitable que ha aterrorizado a todas las institutrices que he
enviado para cuidar de su bienestar.
El comentario le
resultó hiriente a la joven.
—Quizás no le
gustaba que usted interfiriera. O tal vez pensó que debería venir en persona,
en vez de enviar mercenarias a hacer el trabajo sucio.
—Ella te dijo
eso, ¿verdad? —Él arqueó una ceja y Lali se dio cuenta de que estaba revelando
demasiado. Pero prosiguió como si su respuesta careciera de toda importancia—.
Me costó muchísimo trabajo hallar esas institutrices. No fue fácil convencer a
alguien de venir hasta esta roca desolada.
¡Vaya con este
engreído condescendiente!
—Lo estaba
pasando muy bien en Londres hasta que las rabietas de su excelencia
interfirieron —añadió.
—Apostando,
bebiendo y frecuentando mujerzuelas, supongo.
Ella había leído
sobre sus diabluras en las páginas de escándalos. Recientemente le había ganado
una importante propiedad al hijo de un conde.
—Más apostando
que bebiendo y que frecuentando mujerzuelas —dijo él, acariciándole la mejilla
con el pulgar y haciéndole estremecer toda la piel—. Pocas me han interesado de
verdad. Pero tú... tú tienes fuego. Haríamos una buena pareja. Tú tienes una
necesidad y yo la capacidad de satisfacerla.
Lali no era capaz
de pensar con él tocándola de ese modo. La seducía con demasiada facilidad. Se
puso de pie abruptamente y caminó hasta los pies de la cama para quitarle el
vendaje.
—Entonces, ¿qué
planea hacer con su pupila ahora que está aquí?
—Planeo ocuparme
de ella y hacerle saber exactamente cómo serán las cosas a partir de este
momento. No toleraré la desobediencia.
Sus palabras
confirmaron los temores de Lali.
—¿Y si a ella no
le gusta el tipo de disciplina que usted impone?
—Aprenderá a que
le guste —respondió él con sombría determinación.
—Quizás cree que
es capaz de cuidarse sola.
—Si hubiera sido
capaz de semejante hazaña, yo no estaría aquí. Ha logrado ahuyentar a dos
institutrices perfectamente saludables.
Lali tuvo que
morderse la lengua. Atila el Huno hubiese sido una mejor institutriz que
cualquiera de las que su tutor había enviado.
—Yo diría que esa
muchachita necesita un buen par de nalgadas —dijo él, como si estuviese
pensando seriamente en hacer efectivo el castigo.
Lali sintió enojo
ante lo ridículo del comentario.
—¿Y
supongo que está usted pensando en dárselas?
—Si fuera
necesario.
—Lamento
desilusionarlo, pero ella está demasiado crecida para ese tipo de castigos (y
le arrancaría los ojos antes de que se pusiera usted a tiro).
Él la miró,
entrecerrando los ojos.
—¿Qué quieres
decir con «demasiado crecida»? ¿Cuántos años tiene?
A duras penas Lali
logró contener una sonrisa de suficiencia al responder:
—Veinte.
—¡Veinte! —La
joven retrocedió de un salto cuando el cubrecama cayó al piso al balancear él
las piernas fuera de la cama, soltando algunas palabrotas cuando su píe herido
tocó el suelo—. ¡Dios mío! ¡Esto sí que tiene gracia! —Se pasó una mano por el
pelo—. ¿Por qué nadie me lo dijo?
Lali no había esperado
que su comentario provocara una respuesta así.
—Quizás lo
habrían hecho si usted hubiese preguntado.
Él le lanzó una
mirada de enojo que le confería un aspecto realmente formidable. Y al sentarse
derecho, parecía bastante corpulento y peligroso también.
—¿Y qué se supone
que voy a hacer yo con una muchachita de veinte?
—Actúa usted como
si ella fuera una arpía malvada.
—Por mí da igual,
ya que voy a casarla.
Al oír esta
última afirmación, Lali sintió una opresión en el pecho:
—¿Casarla?
—¿Qué más voy a
hacer con ella? —Él se frotó la nuca, luego se detuvo abruptamente y frunció el
ceño—. Anoche había una muchacha rubia.
Alta y extraordinariamente guapa. ¿Era ella?
—¿Si era quién?
Él
la miró con irritación e impaciencia.
—Tu señora, Lady Mariana.
Había llegado la
hora de la verdad.
—¿Y
si lo fuese? —preguntó evasivamente. «Alta y extraordinariamente guapa.» A Lali
nunca le había molestado la belleza de su amiga, pero en ese momento se sentía
visiblemente poco atractiva comparada con Rocio.
—Entonces
tendría que preguntarme por qué ningún hombre la ha pedido en matrimonio.
Parece un ángel.
—Un
ángel que quería usted estrangular hace menos de cinco minutos —le recordó Lali.
Él
se encogió de hombros.
—Estaba
enojado.
Lali
dudaba de que ese enojo se hubiera aplacado con tal prontitud si Rocio hubiese
sido un duende repugnante.
—Ayúdame
a levantarme —dijo luego él, alargando el brazo—. Quiero ver cómo es este
agujero infernal a la luz del día.
La
ira movió a Lali a atravesar la distancia que había puesto entre ellos, con la
mente ocupada en imaginar a este hombre como un muñequito de vudú al que clavaba
grandes alfileres en el trasero.
—Despacio,
cariño —murmuró él, riendo entre dientes mientras ella, con un movimiento
brusco, le pasaba el brazo alrededor de la cintura ayudándolo a ponerse de pie,
toda una hazaña considerando que estaba a punto de desplomarse bajo el peso de
él—. Ayúdame a llegar hasta la ventana. —Empezó a cojear junto a ella,
pasándole el brazo por encima de los hombros.
La
intimidaba tenerlo tan cerca y él no cedía ni un par de centímetros de aire
respirable.
Él
corrió las finas cortinas para mirar fuera. El sol matinal había revestido el
mar con reflejos dorados, las olas provocadas por la tormenta de la noche
anterior remataban en espumosos picos, enviando remolinos de arena al aire y
luego de regreso al suelo para ahogar a los juncos y sauces.
Lali miró al
hombre de pie a su lado.
—¿Cuánto tiempo
piensa quedarse?
Él bajó hacia la
muchacha unos ojos de expresión cálida y ligeramente irónica.
—Mi respuesta
hubiese sido muy diferente si me lo hubieras preguntado ayer.
—¿Por qué?
—Porque ayer no
tenía razón alguna para demorarme sin necesidad.
Lali tembló por
dentro por el significado de esas palabras. Sus pensamientos eran
contradictorios. Una parte de ella quería decirle que la mujer que él deseaba
era la misma de la que no veía la hora de librarse. Ella no debería desear que
su estancia se prolongara más de lo necesario. Nada bueno podía resultar de tal
situación. Tenía cosas que hacer y él sólo sería un obstáculo. Pero para gran
desazón suya, él ya la tenía fascinada: ese modo de moverse, con la gracia
sutil de un depredador; su perfume, mezcla de whisky, humo y cuero; su físico,
que parecía especialmente diseñado para albergar un cuerpo de mujer, firmeza
contra suavidad, piel morena contra piel clara.
Debería decirle
la verdad y que él siguiera con su vida lo más pronto posible. Pero confesar su
verdadera identidad no le allanaría para nada el camino. En dos días se
reuniría nuevamente con Bodie y el nuevo cargamento sería de gran ayuda para
reunir el dinero y saldar la deuda que pesaba sobre su hogar. Necesitaba
desesperadamente esas mercancías. Dado que los dos últimos encuentros habían
fracasado, no podía permitir que su tutor interfiriera en éste.
—No logrará nada
retrasando su partida. —Si ella no lograba tomar una decisión acerca de qué
hacer, al menos tenía que aclararle que entre ellos no sucedería lo que él
pensaba, fuera lo que fuese—. Lo mejor es que haga usted lo que vino a hacer y
siga su camino.
Su media sonrisa
revelaba que no había logrado disuadirle.
—Entonces así son
las cosas ¿verdad?
—Así son las
cosas —respondió ella inequívocamente, mirándole a los ojos.
—Podría hacerte
cambiar de opinión —la desafió él con voz seductora, haciéndola girar para
mirarlo. Su camisa había perdido varios botones de modo que ella se halló mirándole
directamente el pecho. Poniéndole un dedo debajo de la barbilla, él le hizo
alzar la cabeza—. En realidad, me siento obligado a intentarlo.
Sólo pensar en lo
que él podía hacer era demasiado inquietante.
—Perdería su
tiempo —dijo ella serenamente.
—Quizás. Pero
tiempo es lo que me sobra en este momento. Vas a cuidarme hasta que recobre mi
salud, ¿no es verdad?
—Yo lo veo de lo
más saludable.
—Pues te
equivocas. Creo que mi recuperación llevará un tiempo considerable. Espero que
puedas con la tarea.
Lali cambió de
tema antes de que él la descubriera:
—¿Quién es Sanji?
—preguntó.
Se quedó
petrificado, con expresión tensa y desorientada.
—¿Pasaste la
noche aquí conmigo?
Más que una
pregunta, sus palabras eran una acusación.
—Necesitaba
asegurarme de que usted no sucumbiera a la fiebre o a una infección.
—¿Y qué
dije?—preguntó él.
Lali meneó la
cabeza.
—Nada, sólo
farfulló ese nombre. Pero en ese momento estaba dominado por «los del Otro
Mundo».
Durante un
momento, él permaneció observando un punto
fijo por encima del hombro de ella, como si su mente anduviera lejos de
allí. Luego, lentamente, su mirada bajó
hacia la joven.
—¿«Los del Otro
Mundo»?
—Espíritus
—explicó ella—. Espíritus que atormentaban su sueño.
—No creo en esas
cosas.
Lali se sintió
tonta por haber sacado a relucir el tema. Seguramente él no entendería.
—La gente de por
aquí tiene mucha fe en sus supersticiones. Creen que hay una forma de librarse
de casi todo lo que a uno le aflige.
—¿Incluso de «los
del Otro Mundo»? —preguntó él, dibujando lentamente una sonrisa; lo que fuera
que le había estado molestando había desaparecido.
Ella asintió.
—Todo lo que hay
que hacer es atravesar gateando las piedras puestas en círculo en Men-an-Tol[1],
o bañarse en las aguas de Madron Wells.
—Interesante. ¿De
qué otras extrañas costumbres debería estar al tanto?
Lali no estaba
segura de si él realmente quería saber o si estaba burlándose de ella. Su
abuela le había enseñado estas tradiciones y leyendas y, si bien rechazaba
algunas por considerarlas ridículas, se tomaba en serio la mayoría porque
habían sido parte de las creencias de su abuela.
—Si alguien sufre
de locura —dijo ella con mordacidad—, entonces debe ser sumergido en un
estanque por los hombres más fuertes del condado hasta haberse curado de la
demencia.
Los ojos de él
brillaron divertidos.
—Demencia, ¿eh? Pues
quizás tienes razón. Tendría que estar loco para querer quedarme aquí. ¿Lo
próximo que harán será empujarme desde el acantilado? —Le acarició ligeramente
el brazo y Lali se soltó.
—Vamos, métase
otra vez en la cama.
Su prontitud en
obedecer debió haber sido una advertencia suficiente. Como era de esperar, al
ayudarle a reclinarse nuevamente contra las almohadas, quedaron demasiado cerca
el uno del otro.
—Creo que va a
gustarme guardar cama. ¿Estás segura de que no quieres guardar cama conmigo?
—No habría
suficiente lugar para mí y su ego inflado.
—Bien —dijo él,
con un suspiro de mártir—, parece que me has puesto en mi lugar. También me
parece que he pospuesto lo inevitable tanto como pude. Tráeme a tu señora, si
eres tan amable.
El pánico invadió
los sentidos de Lali.
—¿A mi señora?
—Tragó saliva, con la garganta reseca y anudada—. Cre... creo que está tomando
las aguas.
—¿Tomando las
aguas?
—Sí, hay una
fuente de aguas termales en el lado oeste de la propiedad. Podría pasarse horas
allí.
—Entonces envía a
alguien a buscarle.
«Mula
cabezota», pensó Lali, rogando que él no se
impacientara y decidiera salir de la habitación. Tenía que reunir a las tropas
y obtener el consenso de todos para... bueno... para mentir, básicamente.
Conociendo cuáles
eran los planes de su tutor para ella, no tenía otra opción que engañarle, al
menos hasta poder asegurar el dinero que necesitaba para saldar la deuda de su
abuela. Giró sobre sus talones para marcharse, pero él la cogió del brazo:
—No me has dicho
tu nombre. Recuerdo haber preguntado, pero sigo sin recibir respuesta.
Lali
buscó un nombre apropiado.
—Mary —dijo—.
Mary... Purdy.
Él meneó la
cabeza.
—No.
—¿Qué quiere
usted decir con «no»?
—Mary
no va contigo.
—Pues es mi
nombre.
—Entonces supongo
que tendré que hallarte uno mejor. —Pensó por un segundo y luego sonrió—. Ya
sé: te llamaré Ángel. Mi ángel de misericordia, que viene a aliviarme con una
mano y a abofetearme con la otra.
Ay, sí que le
gustaría abofetearle.
—Ahora que hemos
resuelto eso, sé buena y ve a llamar a tu señora. Pero, Ángel —pronunció el
nombre complaciéndose en provocarla, mientras ella liberaba su brazo—, no te
alejes. Soy un inválido ¿recuerdas?
Lali desearía
haber tenido algo para arrojar a esa cabeza arrogante, pero lo único que
conseguiría sería arruinar una querida chuchería. Ya le había golpeado con una
piedra, amenazado con un atizador, disparado en la pierna, ¿y dónde la había
conducido todo eso? ¡A su insostenible situación actual, ahí era donde la había
conducido!
Lo mejor que
podía hacer era mantener la cabeza en alto y la dignidad intacta mientras daba
un sonoro portazo y la risa masculina la seguía por el corredor.
…
—¿Qué locura
puede haberte poseído, querida, para decirle al hombre semejante mentira?
Lali tenía
enfrente a las tres personas del mundo que más le importaban y sentía flaquear
su determinación. Lo que les proponía parecía ahora mucho más descabellado que
cuando se le había ocurrido.
—No veo otra
alternativa —respondió—. No puedo permitir que su repentina aparición altere
todos mis planes. ¿Cómo voy a encontrarme con Bodie si el señor Lanzani está
vigilándome todo el tiempo? Además, no está de un ánimo demasiado generoso para
conmigo en este momento (no le extrañaría que aquel miserable la encerrara en
su habitación, sólo para fastidiarla).
—Su disposición
hacia ti será mucho menos generosa si descubre lo que estás haciendo —dijo Rocio,
siempre la voz de la razón.
Lali suspiró y
miró a su amiga, que llevaba un encantador vestido floreado de muselina que
combinaba con sus ojos y cuya cintura alta acentuaba su torso esbelto y sus
generosos pechos. Sin siquiera proponérselo, encarnaba las cualidades de una
mujer bien criada, aunque Rocio había sido tan marimacho como Lali. La
diferencia era que Lali nunca había dejado atrás su impulsividad.
—Él ya cree que
tú eres yo —le recordó a su amiga—. De manera que ésta es la solución perfecta
a todos nuestros problemas. Puedo seguir encontrándome con Bodie y tú puedes
cautivar y distraer a nuestro huésped. —Desechó la imagen que sus palabras le
trajeron a la mente—. Sabes todo lo que hay que saber sobre mí. Jasper y Olinda
pueden ayudarnos a mantener las apariencias. Y de verdad, me haría sentir mejor
el saber que hay alguien más vigilándote además de nosotros tres.
—No sé —Rocio
parecía pensativa—. Parece demasiado arriesgado y el señor Kendall no me da la
impresión de ser la clase de hombre que reacciona bien ante un engaño.
Lali no tenía
dudas acerca de esto último. Su tutor era un hombre formidable. Si no fuera tan
molesto, podría admitir que su hermano había elegido un protector inigualable.
Era un ex militar, perteneciente a la élite de la caballería liviana. Y no
había desarrollado todos esos músculos levantando libros.
Recordaba la
carta que él había enviado informando de la muerte de su hermano, el
remordimiento que se traslucía en cada una de sus palabras. Con cuánta
elocuencia había hablado de la valentía de Nico en el cumplimiento del deber.
Habían sido atacados ferozmente durante las semanas que siguieron a la última
carta que Nico le había enviado a Lali. Su hermano había salvado la vida de
otro hombre, era un héroe, decían. Pero ella hubiera preferido tener de regreso
a un Nico sano y salvo que a un héroe muerto. Para la joven él siempre había
sido un héroe.
—¿Cuántas
excursiones más a la ensenada espera tener que hacer, señorita? —preguntó Jasper.
—Tres, como
máximo cuatro. No he querido arriesgarme a ser descubierta haciendo que Bodie
venga con demasiada frecuencia, pero supongo que tendremos que correr el
riesgo. —Lali tomó aire para calmarse y se encontró con la mirada preocupada de
Rocio—. Su amo y señor la espera, Lady Esposito
Lali se paseaba
de arriba abajo por el pasillo fuera de su habitación, dentro de la cual
estaban en ese momento su mejor amiga y su tutor. ¿Qué estaban haciendo allí
dentro? ¿Y por qué tardaban tanto?
Se mordía las
uñas, con la mirada moviéndose continuamente hacia la puerta cerrada. ¿Creería Peter
que Rocio era su pupila? ¿Y si le hacía alguna pregunta que ella no podía
responderle?
Lali se llevó un
tremendo susto cuando la puerta se abrió de repente y salió Rocio, con la
sonrisa que había dibujado sobre su rostro al entrar a la guarida del león
desdibujándose tan pronto como la puerta se hubo cerrado tras ella.
—¿Qué pasó?
—preguntó Lali en un apresurado susurro—. ¿Qué dijo?
Rocio la cogió
del brazo y la alejó de allí. Una vez que estuvieron fuera del alcance del oído
de él, dijo:
—Creo que salió
todo bien. Estoy bastante segura de que cree que yo soy tú. Como no sabe mucho
sobre ti, no pudo sondear gran cosa. Aunque sí comentó qué distintos somos
físicamente Nico y yo.
—Pues Nico y yo
tampoco éramos parecidos. Su cabello era rojo oscuro y tenía los ojos más
tirando a avellana que a verdes. Se parecía a nuestra familia materna. —Lali
calló. La atención de Rocio parecía haberse dispersado—. ¿Ha sucedido algo?
—preguntó, repentinamente preocupada.
—¿Mmm? —parpadeó
Rocio, y luego la miró, con aire confundido—. ¿Si ha sucedido el qué?
—Parecías inmersa
en tus pensamientos.
—Sólo estaba
pensando lo increíblemente guapo que es el señor Lanzani, aunque su cabello es
realmente demasiado largo y salvaje para lo que se acostumbra. Y creo que
alguna vez ha usado un zarcillo. Me atrevo a decir que es verdaderamente
impactante para los sentidos de una chica.
—Sí —farfulló Lali.
Rocio y Peter harían una pareja maravillosa. La altura y los rasgos morenos de
él serían el complemento ideal para la figura de sílfide y la suavidad de diosa
rubia de ella.
—Parece haber
quedado fascinado por ti —dijo Rocio, mirando atentamente a su amiga.
A Lali no le
gustó nada el ligero brinco que dio su corazón.
—¿Eh? —respondió,
arreglándoselas para dejar traslucir sólo una leve curiosidad.
—Preguntó dónde
estabas y cuánto tiempo habías trabajado para mí, y hábilmente deslizó una
pregunta acerca de si estabas involucrada con alguien. A mí eso me suena sin
lugar a dudas como interés. ¿Estás segura de que entre vosotros no hubo otra cosa
que un desafortunado encuentro en la taberna?
No era propio de Lali
ocultarle algo a su mejor amiga, pero simplemente no estaba lista para confesar
lo del beso (los besos, en realidad) entre ella y su tutor.
—Nada —respondió,
esperando que un trueno proclamara su mentirilla.
Rocio parecían no
creerle demasiado, pero todo lo que dijo fue:
—Está
esperándote. —Entonces un bramido hizo vibrar las paredes y ella agregó riendo
entre dientes—. Impaciente, al parecer. ¿Debería hacer de carabina?
Lali estuvo a
punto de asentir. Su tutor tenía un lado travieso y dudaba de que fuera a
comportarse, pero el llevar «refuerzos» sólo serviría para divertir al granuja.
Además, se suponía que ella era una criada, lo cual cambiaba bastante las
reglas. Ahora que había hecho la proverbial cama, tendría que yacer en ella.[1]
Y mientras se
encaminaba hacia la puerta de su habitación, con la espalda rígidamente erguida
y la cabeza en alto, pensaba que a su tutor esa analogía le hubiera parecido
muy graciosa.
me encanto el cap por dios lali no le deberia mentir si no desirle la verdad, como extranaba la novela espero el proximo
ResponderEliminaramo esta novela...♥
ResponderEliminarME ENCANTOO ESTA NOVE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! ♥
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