viernes, 10 de febrero de 2012

CONQUISTAR A LA DONCELLA CAP 1-20


Desde el punto de vista de un experto, el trasero que tan dulcemente se alzaba hacia el cielo, a unos seis metros delante de Peter, era el más provocativo que había tenido la buena fortuna de admirar: sensualmente redondeado, firme, respingón, se prolongaba en unas piernas torneadas y unos delicados pies. El efecto final era tan atractivo que los horrendos pantalones de un gris indefinido apenas hacían mella en la armonía del conjunto.

El espectáculo era una compensación por todas las desgracias que había sufrido hasta ese momento, lo que incluía la eterna llovizna que había estado cayendo sin parar desde hacía tres días, cuando su coche había entrado traqueteando ruidosamente en el purgatorio lleno de baches e infestado de tojos de los yermos montes de Cornualles.

Bien, si tan sólo pudiera ver el resto del paquete que venía con ese dulce trasero, pensó Peter, reclinándose contra la puerta de la caballeriza.

Pero la pequeña ladrona continuaba revolviendo los bolsillos del borracho. Éste estaba completamente inconsciente y sus ronquidos resonaban más que un molino maderero, lo cual podía ser la causa de que la muchacha no hubiese oído llegar a Peter, con el caballo tras de sí.

Su coche se había topado con uno de aquellos malditos hoyos tan comunes en este miserable nexo del universo, y había quedado varado junto con Tahj, la sombra y conciencia budista de Peter, hasta que éste pudiera enviarles ayuda.

Feliz de poder observar, Peter se acomodó en una posición más confortable y el granuja se abstuvo de advertir su presencia a la muchacha. Bien podía aprovechar cuando se le presentaba una oportunidad de pasarlo bien, y con toda seguridad ése era el caso.

Lo envolvió un confuso delirio mientras permanecía ahí de pie, preguntándose distraídamente si sería posible que uno quedara prendado de un trasero, sintiendo una vaga curiosidad acerca de qué sería lo que aquella chavala pretendía robar, ya que no parecía estar llevándose cosa alguna.

Aquel pensamiento quedó relegado al olvido cuando el ligero sombrero de la joven se le cayó de la cabeza, revelando una sedosa cascada de cabello negro azulado que se derramó sobre el suelo en brillante charco junto a la cabeza del borracho.

Peter apretó los puños a los costados del cuerpo mientras su excitación aumentaba hasta convertirse en una punzada casi intolerable que le recordó, con bastante intensidad, cuánto tiempo había pasado desde que había tenido sexo con una mujer.

Cinco meses, seis días y doce horas, minuto más, minuto menos.

Había comenzado a llevar la cuenta, y se preguntaba cuándo se le pasaría aquella anomalía. Debería alegrarse de que sus negocios lo hubiesen sacado de Londres; de otro modo, su reputación de libertino de primera clase se habría arruinado completamente. Su juramento como Buscador de Placer peligraba. Pero finalmente parecía haber hallado una cura para su mal en la forma de una lozana carterista.

Despojada de su poco creativo disfraz, la muchacha farfulló una cómica maldición y rápidamente sus delgados dedos enrollaron la sedosa cabellera sobre la cabeza, embutiéndola nuevamente en el sombrero. Irguiéndose, miró fijamente al hombre que yacía inconsciente y sus hombros agobiados revelaron que no había encontrado lo que buscaba.

Lo menos que podía hacer Peter era prestarle su ayuda preferentemente de un tipo más urgente.

—¿Necesitas ayuda, cielo?—preguntó.

La pequeña ladrona se volvió con tal rapidez que casi volvió a perder el sombrero. No tuvo tanta suerte con respecto al sucio pañuelo que se suponía le ocultaba el rostro y que se deslizó hasta su garganta, dejando a Peter mudo de asombro.

Se había resignado hacía mucho tiempo al hecho de que el Señor generalmente no alineaba todas las características femeninas por igual, que el Todopoderoso se regodeaba en la broma de darle a la misma mujer un cuerpazo y una cara de gorrión, o bien el rostro de una diosa con el cuerpo de Buda.

Pero esto... Dios santo, la pequeña ladronzuela era una obra encantadora, desde las oscuras cejas aladas hasta los grandes ojos exóticamente rasgados, de un verde penetrante, la nariz impertinente, los pómulos altos y una boca tan carnosa y amplia que él ya estaba pensando en las posibilidades que ofrecía.

Ella lo examinó con el mismo detenimiento, comenzando por las puntas de las botas salpicadas de lodo, siguiendo por la ropa, no exactamente prístina, la camisa manchada por un vano intento de reparar el coche, el cabello y el capote húmedos. En líneas generales, no estaba en uno de sus mejores días.

Recobrándose de la sorpresa, ella dio un paso atrás y dijo:

—No se acerque.

Ella hizo un inútil esfuerzo por volver a cubrirse la cara, una visión que él no olvidaría por el resto de su vida. Algún día su suerte se agotaría y alguien lograría atravesarle el corazón con una bala, pero esperaba que aquello no sucediera antes de haber podido probar la tentadora fruta que tenía delante.

—¿Y qué podría suceder si osara acercarme? —Avanzó un paso, divertido por esta muchachita que le lanzaba advertencias. Él podía metérsela bajo el brazo casi sin esfuerzo, dominarla con una sola mano. Abarcarle la cintura con esas mismas manos y colocarla serena como una diosa encima de él, sobre su erección, completamente penetrada, frágil y delicada, con los pezones tensos y la piel ruborizada de placer.

Ella disipó la imagen al decir con voz sorprendentemente calmada:

—Entonces, supongo que tendría que dispararle. —Un arma apareció desde detrás de su espalda.

Su delicada flor silvestre había resultado ser una felina llena de determinación.

—Eso es una exageración, ¿no es verdad? —Su mirada se movió rápidamente hacia la mano que, temblando como una hoja, sostenía el arma. Evidentemente ella no estaba hecha para ser una criminal.

—Hablo en serio.

—Estoy seguro de eso. Pero ¿puedo sugerirle que en el futuro elija un punto menos frecuentado para robar a sus víctimas?

—No estaba robándole a este hombre. Estaba...

Calló y miró a Peter con el ceño fruncido.

—¿Estaba...?

Ella levantó la barbilla:

—No es asunto suyo.

—Pero usted lo ha convertido en asunto mío, apuntándome con su arma. A propósito ¿qué planea hacer conmigo? No tengo intención alguna de oponer la menor resistencia. Al contrario, prometo ser el mejor dispuesto de los prisioneros.

CAPITULO 2

Provocativas imágenes nuevas reemplazaron las anteriores: las manos de él atadas a la columna de la cama. Tal vez esta tierra olvidada de la mano de Dios no fuera el infierno, después de todo.

Ella le apuntó al corazón.

—Salga del camino, por favor.

Peter había mirado el cargador de un arma demasiadas veces como para creer que la muerte podría decidir llevárselo en una caballeriza tenuemente iluminada, a manos de una hermosa carterista sucia de tierra.

—Como usted quiera —dijo él, bajando el brazo de la jamba y despidiéndose de la muchacha con un movimiento de la mano. Tuvo que refrenar las ganas de reír al verla dudar. Demostraba ser una chica lista al no confiar en él.

Ella se movió lentamente bordeando el perímetro de las casillas hasta llegar a la puerta del establo, apenas a un metro y medio separándola de él. Con una sola embestida él podía arrinconarla contra la pared, idea que le resultó terriblemente tentadora cuando ella avanzó hasta quedar bañada por la luz de la luna, cuyos rayos iridiscentes rodearon de un halo su delgada figura.

De no haber sido por la femenina belleza de esos ojos verdes que lo miraban con tanta intensidad y por aquel impresionante trasero, él podría haberla tomado por una niña por lo menuda que era. Aunque al echarle un vistazo notó que su delantera era igualmente impactante. La holgada camisa de lino que llevaba no contribuía demasiado a disimular sus curvas.

Incómodamente excitado, Peter se reclinó contra el marco de la puerta. Ella flameó el arma en dirección a él.

—Quédese donde está.

Él sacó un puro del bolsillo.

—Me gustaría mucho más quedarme donde está usted.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—Vuélvase y cuente hasta cien.

Peter decidió no recordarle que ya le había visto la cara, así que si ella tenía en mente cualquier tipo de huida, debería dispararle, o como mínimo registrarle para ver si tenía un arma, perspectiva de la que sin duda alguna él disfrutaría. Pero todo ello parecía ser contraproducente. Él se volvió hacia el interior de la caballeriza y encendió un puro, soltando una voluta de humo antes de decir:

—La próxima vez podría amartillar el percutor. Su amenaza hubiese sonado mucho más impresionante.

—Comience a contar —dijo ella bruscamente.

—Uno... dos... tres... —contaría hasta cinco y luego empezaría la persecución.

A la cuenta de cuatro, algo lo golpeó violentamente en la parte de atrás de la cabeza. Mientras unos puntos negros titilaban delante de sus ojos, sintió que le fallaban las piernas. El último pensamiento coherente de Peter fue que Tahj iba a reírse de buena gana si llegaba a enterarse de que su mejor alumno había sido derribado por una chica.

Luego se desplomó.






«Qué suerte perra», pensó Lali al fijar la vista en el cuerpo boca debajo de, probablemente, el hombre más guapo que había visto en su vida. El cabello negro y lacio le llegaba más abajo del cuello del capote. Su perfil cincelado, que las sombras y la luz de la luna dibujaban, las hojas de los árboles sobre sus cabezas proyectando figuras en el suelo que enmarcaban al glorioso Goliath...

La joven hizo un gesto de dolor al ver la sangre en la parte de atrás de la cabeza de él. No había estado en sus planes golpearlo con la piedra. Honestamente no había creído tener la fuerza suficiente para dejarlo fuera de combate, sólo pretendía marearlo un poco para poder escapar. El brillo socarrón en los ojos de él había sido el factor decisivo. No le había parecido preocupado por el hecho de que ella pudiera dispararle, como si hubiera sabido que el arma no estaba cargada. Pero no podía arriesgarse a que la siguiera, o a que la denunciara ante las autoridades demasiado pronto. Sólo esperaba que no la hubiese mirado lo suficientemente bien como para dar una descripción precisa de su rostro.

Arrodillándose junto a él, Lali presionó dos dedos contra su cuello. Sintió una oleada de alivio al sentir el latido fuerte y regular del corazón y la piel tensa y caliente. Las patillas hacían áspera la mandíbula. Notó que tenía las pestañas escandalosamente largas, y que enmarcaban unos ojos más difíciles de olvidar, de un pálido color aguamarina que sorprendía contra su tez morena. Había necesitado tomarse todo un minuto para recobrar el aliento al verlo apoyado contra la puerta de entrada ¿De dónde había salido? ¿Estaría hospedado en la posada? Aunque debería haber deseado que la respuesta fuese no, este pensamiento le resultaba extrañamente deprimente. Eran tan pocas las cosas interesantes que sucedían en el lugar del mundo en que le había tocado vivir...

Ansiosa por tocarlo, sabiendo que nunca más tendría oportunidad de hacerlo, tomó suavemente su cabello entre los dedos, alisándole los suaves mechones hacia atrás mientras le susurraba al oído:

—Lo lamento.

Se puso de pie sin ganas y continuó mirándolo fijamente, admirando descaradamente el modo en que sus pantalones le moldeaban el trasero. Era fornido, ancho de espaldas y muy alto. Ni siquiera Maxi, su vecino y viejo amigo, cuya estatura y constitución eran impresionantes, podía competir con este extraño.

Pero éste no era momento para frivolidades. Tenía que encontrar al cómplice del borracho y rogar que le diera tan poco trabajo como su amigo, que tan convenientemente había perdido el conocimiento en la caballeriza. Necesitaba conseguir pruebas de que Calder, el hermanastro de Rocio, era quien estaba detrás del intento de secuestro de Rocio que había ocurrido esa mañana.

Sin pruebas, sería la palabra de Rocio contra la de Calder. Y ahora que el padre de éste había muerto y él se había autodesignado juez del distrito, destituyendo al hombre justo y honorable que había tenido ese puesto durante casi veinte años, sería casi imposible encontrar aliados que atestiguaran que Calder era lo suficientemente ruin como para obligar a su hermanastra a contraer matrimonio.

 

El solo pensamiento de lo que podría haberle sucedido a su mejor amiga hizo temblar a Lali. Calder se había enfurecido al enterarse de que su padre había legado a Rocio una considerable fortuna (una buena porción del fideicomiso de su difunto padre a la que ella tenía pleno derecho), suficiente para que Rocio no tuviera que depender de Calder ni de hombre alguno si así lo decidiera ella.
Todo el mundo sabía que la incontrolable adicción al juego y los costosos gustos de Calder lo llevarían a la bancarrota en unos cuantos años, pese a haber heredado varias propiedades que daban ganancias, incluyendo Westcott Manor, el hogar de Rocio hasta su fuga dos días atrás.
Actualmente Rocio estaba en Moor's End, la casa de Lali, protegida solamente por Jasper, el amado pero anciano mayordomo de su abuela, y por su esposa Olinda, el ama de llaves. Ambos habían trabajado en Moor's End desde su juventud y, aunque Lali apenas podía pagarles, permanecían con ella.
De no haber sido por la abuela, Lali y su hermano Nico habrían ido a parar a un orfanato tras la muerte de sus padres. La familia de su padre no habría movido un dedo para ayudarles. Cuando el Coronel Samuel Fitz Hugh, Conde de Porthaven, había conocido y se había casado con una plebeya de Cornualles, su familia había roto relaciones con él.
Ahora Lali estaba sola. Su abuela había muerto un año atrás; su hermano Nico, dos meses después. Al recibir la noticia de la muerte de su hermano había quedado desolada. Sólo unas semanas antes él había escrito para decir que regresaría a casa.
Aunque ella deseaba desesperadamente que volviera a casa, sabía que lo hacía porque todavía pensaba en ella como en la hermana de catorce años que había tenido que dejar para cumplir sus deberes con Dios y con su país, y no como la madura muchacha de veinte años en la que se había convertido. Pero se alegraría de la costumbre de su hermano de sobreprotegerla si ésta lo llevaba de regreso.
Y con su mejor amiga en peligro necesitaban mucho de la protección de un hombre. Ella había subestimado la determinación de Calder, pero nunca más sería tan ingenua.
Ese pensamiento empujó a Lali nuevamente a la acción. Miró por última vez al extraño, con una punzada de pesar en su interior porque no iba a volver a verlo jamás. Con un sentido suspiro, se perdió en la oscuridad de la noche para ir en busca de su presa.

Peter se despertó con sordas palpitaciones en la parte de atrás del cráneo. Pronto volvió el recuerdo de un fierabrás apuntándole con una pistola, cuya intención él obviamente había juzgado equivocadamente. Nunca la hubiera creído capaz de matar una mosca y menos aún de romperle la crisma a un hombre que pesaba por lo menos treinta kilos más que ella.
Con una mueca de dolor, Peter se levantó del suelo. Calculaba que había estado inconsciente por unos minutos, lo suficiente como para que la ladrona escapase. Maldición, había sido más lista que él y esa sensación no le hacía ninguna gracia.
Su caballo se había puesto a deambular por el establo y estaba mascando heno. Peter aguzó el oído, pero sólo oyó el silbido del viento entre los árboles y la jarana de los borrachos que venía de la taberna allí cerca, donde tenía la intención de disfrutar una noche más de libertad antes de hacerse cargo de mala gana de Lady Mariana Esposito, quien en adelante estaría bajo su tutela. La hermana de Nico.
Thiago se pasó lentamente una mano por el pelo y la retiró con sangre en la punta de los dedos. Ésa era su recompensa por su honorable comportamiento y su temerario pacto de venir a este lugar de ignorantes. Nico estaría aquí, si él lo hubiera protegido mejor. Después de todo, él había sido el comandante del muchacho. Desde el primer día, Nico había sido demasiado entusiasta, listo para la acción, deseoso de agradar y, ¡demonios! debería haberse quedado en Cornualles, con su familia.
En vez de eso, había ido a dar al regimiento de Peter, todos soldados endurecidos por la guerra que entendían que su líder no era infalible y que no eran tan tontos como para adorarlo. La mayoría sabía cómo él se había ganado el apodo de Renegado.
Dios, debería haber salido antes. Antes de que sus demonios lo dominaran. Antes de causarle la muerte a un chaval de veinticuatro años.
Una angustia que conocía bien le retorció las entrañas mientras cogía las riendas del bayo y lo conducía a una casilla, lo desensillaba y cepillaba antes de darle heno y agua.
Cuando Peter se disponía a marcharse, entró caminando sin prisa el mozo de cuadra, un granuja desaliñado de cabello castaño claro y rostro pálido sembrado de pecas, sacándose las legañas de los ojos, los cuales se agrandaron al notar la presencia de Peter.
—Caramba, señor... me asustó usted. —Parpadeó mientras elevaba la vista para abarcar la alta silueta de Peter—. Usted sí que es grande, ¿verdad?
La reacción del chaval no era extraña. Con más de un metro noventa de estatura, Peter generalmente recibía una segunda mirada. Tenía que agacharse para entrar a la mayoría de las tabernas, una condenada molestia cuando uno estaba ebrio.
—¿Dónde te habías metido, chaval?
El rubor salpicó las mejillas de manzana del muchacho.
—Me quedé dormido en el desván trasero, señor. Es el único lugar seco en una noche como ésta.
—¿Tienes nombre?
—Sí, señor. Jimmy.
—¿Qué edad tienes, Jimmy?
—Diez, señor.
Demonios, a esa hora el muchacho debería estar en su casa, metido en la cama, dormido bajo la mirada atenta de sus padres, no atendiendo a un puñado de cerdos ebrios en una noche lluviosa.
Peter echó una ojeada a los pies descalzos y a los andrajos del chico. Eran un manifiesto recordatorio de lo terrible que podía ser la pobreza, cuando los niños tenían que trabajar para ganar el pan para ellos y sus familias, y las necesidades cotidianas se convertían en lujos. Peter conocía demasiado bien esa vida y veía al niño que él había sido en ese otro que lo miraba fijamente. No le gustaba esa sensación.
—Por favor, no se lo cuente a nadie —suplicó Jimmy—. Prometo que no volverá a suceder nunca.
Sabía que el muchacho perdería el trabajo si su patrón se enteraba de que se había quedado dormido. Y la pérdida de ese jornal, por magro que fuese, podía ser tremenda para su familia.
Peter había crecido en un barrio bajo de Londres, entre la mugre y la peor miseria. Quienes le habían enseñado a sobrevivir habían sido los mendigos, las prostitutas, los que hurgaban la basura y los estafadores. Esa clase de vida marcaba a fuego a un hombre, manchándolo para siempre.
 
—Tengo un trabajo para ti —dijo Peter.
El muchacho lo miró con recelo y retrocedió dubitativamente.
—¿Trabajo de qué?
Un sabor amargo subió por la garganta de Peter al advertir lo que Jimmy pensaba que le estaba proponiendo: a algunos hombres les atraían los muchachitos.
Señaló hacia la casilla de Sire.
—Dale a mi caballo un poco más de avena esta noche. Ha tenido un día largo.
Sacó un billete de una libra y se lo dio al muchacho, que se quedó mirando el dinero boquiabierto y con los ojos desorbitados.
—¡Gracias, señor! Lo cuidaré muy bien. Ya lo verá.
Peter dio un paso y luego se detuvo, en su mente la repentina imagen de un par de ojos verdes.
—¿Has visto a alguna persona extraña rondando por aquí esta noche? —preguntó.
 Jimmy ladeó la cabeza.
—¿Persona extraña, señor?
Peter no sabía por qué se negaba a hacer la verdadera pregunta, es decir, si el chaval había visto a una mujer disfrazada con ropas de hombre.
—No importa. —De todas maneras, era mejor olvidarla.
Se encaminó hacia la taberna, donde el tenue resplandor de las lámparas brillaba a través de los sucios vidrios de las ventanas y, dentro, la escoria de la humanidad se ahogaba en cerveza y ginebra, con una alegría que no tenía nada que ver con la festividad venidera. Peter sabía bien de qué se trataba eso. Era el tipo de vida de la que jamás se las había arreglado para escapar.
Atravesó la puerta. Una nube de humo se cernía contra el techo; el paso del tiempo había oscurecido las vigas, el olor del licor barato le era familiar. Necesitaba un trago. Necesitaba una mujer. Y le rogó a Dios no necesitar nada más esa noche. Se sentó a la mesa más apartada, de espaldas a la pared, mientras echaba una ojeada a la variopinta concurrencia. Una camarera regordeta caminaba sin prisa hacia él, con generosos pechos, amplias caderas y lujuria en los ojos.
—¿Qué puedo traerte, cariño?
—Una botella de whisky.
—Planeas pasarlo bien, ¿verdad?
—Tan bien como pueda.
—¿Solo?
Su pregunta era tan sutil como la piedra con que la impertinente ladronzuela lo había golpeado.
—Espero que no.
No podría soportar otra noche de soledad.
Ella le sonrió, seductora.
—Yo salgo a las dos.
Él esperaba salir poco después de esa hora.
—A las dos, entonces.
Lanzándole una prometedora mirada, ella se alejó para traerle lo que había ordenado.
Reclinando la cabeza contra la pared, Peter cerró los ojos. Estaba cansado. Un mal común en esos días. ¿Por qué no había contratado otra institutriz para su pupila en vez de venir aquí él mismo? Probablemente, pensó con ironía, porque las últimas dos mujeres habían renunciado rápidamente, refiriéndose a Lady Mariana Esposito como una incorregible jovencita que no podía aspirar a llegar a ser jamás una verdadera dama. En otras palabras, un caso perdido.
Justo lo que él necesitaba: una mocosa terca que le daría más dolores de cabeza de los que ya tenía. A todo esto, ¿cuál demonios era la edad de la muchacha? No podía recordar si Esposito se lo había dicho. Nico siempre la había llamado su pequeña Lali, un ángel, según afirmaba él. Obviamente, el muchacho había estado demasiado ciego como para ver a su hermana como el dolor de cabeza que era. Lucien sólo rogaba que la muchachita no hubiera echado, o matado, a los dos viejos sirvientes que aún quedaban en Moor's End.
La camarera regresó con su botella y un vaso pasablemente limpio. Se inclinó para servirle la bebida, presionando sugestivamente sus enormes pechos contra él, dando comienzo al juego previo. Normalmente, eso hubiese bastado para estimularlo, pero no esta vez. No podía dejar de pensar en la chica de la caballeriza. Evidentemente, había contraído una fiebre cerebral.
—Vaya si eres un tío bueno. Probablemente dotado como un semental. —Le lanzó una ojeada a la entrepierna—. En diez minutos, Sugar te dará la montada de tu vida. —Con esa promesa, se alejó pavoneándose hacia la siguiente mesa.
El primer trago del licor barato golpeó a Peter como una piedra rodando por su garganta. Pero pronto haría el efecto deseado, embotándole la mente y eso era lo único que importaba.
Miró fijamente el interior del vaso mientras dejaba vagar su pensamiento hacia dos días atrás, cuando se había detenido en Northcote, la propiedad que había pertenecido una vez a su amigo Caine Ballinger, con la intención de ofrecerle al pensativo muchacho un poco de alegría navideña con una botella de coñac añejo.
Caine era uno de los primeros amigos que Peter había hecho tras su regreso a Inglaterra. Se habían enfrentado en una partida de hazard[1] en Dante's, un vulgar antro de juego en las entrañas de Clerkenwell, el último lugar donde Lucien hubiese esperado hallar al hijo de un conde. Aunque Peter le había ganado a Caine una suma considerable, éste había aceptado su derrota con buen humor. Luego ambos habían cogido una trompa y los dos idiotas ebrios se habían marchado de juerga, cantando mientras se tambaleaban camino al burdel de Madame Fourche, como rogando que algún bandido los despojara de su dinero.
Salieron ilesos y se divirtieron en grande aquella noche. Al día siguiente, Caine había invitado a Peter a unirse a una sociedad secreta, un grupo de hombres que conformaban un club de solteros conocido como Los Buscadores de Placer.
Peter no sabía qué hubiese sido de su vida si el destino no hubiera arrojado a Caine en su camino. Había sido la única amistad verdadera que había conocido en los años posteriores a descubrir que había perdido a su familia. Ésta había desaparecido como si nunca hubiesen existido, hecho que Peter le debía a un hombre que ahora estaba muerto y que esperaba estuviera pudriéndose en el infierno.
Caine era el único que conocía toda la historia y había sido duro para Peter aceptar el hecho de que su amigo le hubiera excluido. Sólo se habían visto esporádicamente en los dos años que siguieron a la muerte del padre de Caine y siempre habían sido ocasiones tensas. La última vez, Caine se había negado siquiera a verle.






Al demonio con él, por imbécil testarudo. Peter sabía que su amigo estaba sufriendo por el suicidio de su padre y por las circunstancias en que él mismo se hallaba, con una relación enfermiza que mantenía con la viuda del marqués de Buxton, Olivia Hamilton, así como también su obsesión por el hogar que había perdido y la ira que concentraba en el duque de Exmoor, a quien Caine culpaba por la muerte de su padre. Peter deseaba que su amigo le entendiera, pero aquel tío siempre había sido terco como una condenada mula.
Bebió otro trago de su whisky y vio a la camarera llamándole, en los ojos la promesa de sexo promiscuo, mientras le hacía un gesto con la mano desde las escaleras que conducían a las habitaciones del piso de arriba. Peter pensó en excusarse, algo raro en un hombre que siempre había disfrutado realmente de las mujeres. Quizás era por eso por lo que no podía apartar de su mente la imagen de la pequeña e impulsiva golpeadora de cabezas. Ella lo había alterado y necesitaba saber si los sentimientos que había despertado en él lo sostendrían o si aquel velo de adormecimiento lo cubriría una vez más.
Aunque la idea de quedarse solo y saber lo que le esperaba en las horas posteriores a la medianoche, cuando su alma no tuviera paz, lo llevó a ponerse de pie y atravesar las tablas marcadas de hoyos de la habitación. Cogiendo de la mano a la camarera, la tironeó escaleras arriba.
—Te gusta jugar rudo, ¿verdad? —Ella le recorrió la espalda con las uñas y susurró con su voz ronca—. Bien, a mí también.
Peter puso la mente en blanco. Esto era lo mejor a lo que podía aspirar; estaba destinado a limitarse a servir a muchachas y a prostitutas. Aquel chico pobre que venía de las sentinas a orillas del río, en Shadwell, East London, nunca sería libre.
Había luchado contra él. Dios, cómo le había combatido. Pero el salvaje que había en él se resistía a dejarle.
En la cima de las escaleras, la camarera lo empujó contra la pared, rodeándole la ingle con la mano mientras apoyaba la boca sobre la de él, los ojos casi salvajes de lujuria.
Peter la cogió de las muñecas, haciéndola retroceder un paso.
—Paciencia, cariño. Mi habitación está ahí mismo.
La guió hacia la última puerta a la izquierda, mientras se preguntaba si lograría responder con el entusiasmo apropiado, dado que su cuerpo se mostraba reacio.
Estaba evaluando sus opciones, cuando con el rabillo del ojo percibió un movimiento que le hizo desviar la mirada hacia una puerta entreabierta. Vio una pierna que le resultaba familiar, envuelta por pantalones, oyó una advertencia familiar y luego un golpe sordo familiar. Sus labios se curvaron en una sonrisa forzada.
—Quédate aquí —le ordenó a la camarera mientras se movía para investigar, olvidando su agitación mientras imaginaba el inminente ajuste de cuentas con cierta ladronzuela.
La falta de planificación siempre había sido su perdición, pensó Lali mientras retrocedía, alejándose del hombre desnudo que la acechaba, con los ojos encendidos a partes iguales de furia y deseo. Lo último le preocupaba mucho más que lo primero.
Puede que fuera imprudente, impetuosa y (como había oído demasiadas veces de las institutrices que su odioso tutor continuaba endosándole) testaruda, rebelde y completamente inútil para un estilo de vida que implicara contacto con el mundo.
Podía sentirse inclinada a estar de acuerdo con que era imprudente. Realmente, entrar a hurtadillas en la habitación de un hombre mientras éste tomaba un baño, con tan sólo una cortina de seda entre ella y verse descubierta, no entraba en la categoría de planificación cuidadosa. Pero le había parecido la mejor opción, ya que la ropa de él, esparcida por el suelo, parecía pedir a gritos que la revolvieran. No se le presentaría una oportunidad mejor.
—Conque habías entrado para robarme todo, ¿no es verdad? Bien, pues tendrás mucho más que la golpiza que mereces.
El brillo en los ojos del hombre prometía que éste iba a disfrutar tanto de la golpiza como de sus lujuriosos planes.
Aunque la reconocía como mujer, no se daba cuenta de quién era ella. Pero nada de eso importaba mientras él avanzaba hacia ella hasta dejarla con la espalda pegada a la pared contra la chimenea, donde una pequeña hoguera pugnaba por protegerlos del frío.
Lali levantó su arma por segunda vez en esa noche, sabiendo que no tenía salida si él la desafiaba a llevar a cabo su amenaza.
Él le sonrió con suficiencia.
—No vas a dispararle a un hombre desarmado, ¿verdad?
—Lo haré, si te acercas más.
—Mírame, muchacha. Estoy desnudo.
Su mano se movió hacia sus partes íntimas con un repugnante floreo, distrayendo momentáneamente a Lali y dándole a él la oportunidad que necesitaba.
Se lanzó hacia ella, dejándola sin aire al arrojarla con fuerza contra el manto de la chimenea y haciendo volar de su mano el arma, que cayó a mitad de la habitación.
Intentó luchar contra el hombre, pero él era demasiado fuerte. Un punzante golpe en la mejilla la derribó al suelo. Él se acercó amenazador, con un brillo malvado en los ojos mientras alargaba el brazo hacia ella.
Su mirada aterrorizada se encontró con el atizador y, sin detenerse a pensarlo un segundo, lo descargó haciéndolo restallar contra el costado de la cabeza del hombre. Este pestañeó una vez y luego se desplomó junto a ella, dejando caer como un tablón de madera su brazo izquierdo sobre el pecho de la muchacha.
Sofocando un alarido, Lali apartó el fornido brazo y se alejó gateando, con todo el cuerpo tembloroso, asiendo con tal fuerza el atizador que sus nudillos palidecieron hasta ponerse blancos.
Antes de ese día, ella no hubiera sido capaz de tender una trampa para el ratón que se había metido en su habitación. ¡Y ahora se había lanzado campo través y había golpeado a dos hombres en la cabeza!
—Me alegra ver que no es sólo a mí a quien se siente inclinada a herir —dijo desde la puerta una voz que arrastraba las palabras, haciendo levantar la vista a Lali para encontrarse con una bota que empujaba la puerta y la abría por completo. El musculoso gigantón de los penetrantes ojos azules entró a la habitación, sonriendo mientras cerraba la puerta tras de sí.
Cielos, a la luz era aún más atractivo. Su presencia llenaba el cuarto, sus hombros eran casi tan anchos como la puerta. Mientras sus ojos estudiaban a la joven, parecían arder tan intensamente como el candelabro de pared que brillaba detrás de él.
—Debo decirle que en este momento las palpitaciones de mi cráneo no me inclinan a la benevolencia.
Lali levantó la barbilla, aunque asomaba en ella el remordimiento por haberle golpeado tan duro:
—Sobrevivió, ¿no es así? Obviamente su cabeza es demasiado dura para romperse.
—Considérese afortunada, mi querida muchacha. El asesinato se paga con la horca. Y sería una verdadera lástima estirar ese lindo cuello que tiene usted
Lali se llevó una mano al cuello. Dios misericordioso, ¿qué les sucedería a Jasper, Olinda, Rocio y a Moor's End si a ella la colgaran del extremo de una soga? Su mirada voló hacia el matón que yacía en el suelo.
—Está vivo —dijo el otro hombre, leyéndole asombrosamente el pensamiento—. Lo sé por experiencia. —Se frotó la parte de atrás de la cabeza—. Así que, dime, cariño, ¿hace cuánto que odias a los hombres?
Lali estaba demasiado agotada como para tener en cuenta el peligro que él representaba.
—Yo no odio a los hombres.
—¿Entonces, le gustan los hombres?
—Sí... es decir, no... —Sacudió la cabeza, nerviosa por la persistencia de él—. ¿Qué es lo que quiere?
—Una disculpa podría ser un buen comienzo. Luego podemos continuar avanzando desde allí.
—Lo siento. Ahora, márchese.
Él le sonrió como si ella fuese un juguete que le divertía.
—Realmente debería elegir sus clientes con más cuidado. Así no llegaría a verse en situaciones tan precarias.
Le tomó un momento llegar a comprender lo que él quería decir.
—Usted no puede pensar de verdad que...
Él la miró con una amplia sonrisa.
—Sólo puedo tener la esperanza de ser tan afortunado. —Cruzando los brazos sobre el pecho se reclinó otra vez contra la puerta—. Entonces, ¿limita sus actividades delictivas sólo al robo?
—¡Le he dicho que no soy una ladrona!
—Por lo menos no una demasiado buena.
—No soy... Oh, ¿por qué me molesto en hablar con usted?
—Tal vez porque yo exudo una abundancia de encanto y usted se siente extrañamente atraída hacia mí.
—Me atraería más el avance de un caracol sobre una piedra resbaladiza.
Su risotada fue interrumpida por unos resonantes golpes en la puerta, seguidos de la voz ronca del propietario.
—¿Qué está sucediendo allí dentro?
—Parece que estamos a punto de tener una audiencia —dijo el granuja, con la diversión reflejada en los ojos—. Mi compañera de esta noche debe haber pensado que aquí dentro estaban ocurriendo crímenes pasionales.
Lali lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Quiere decir que su amante le está esperando fuera?
Cuando él sonrió, ella le dijo:
—Es usted despreciable.
—Puede que sea despreciable, pero en este momento soy su salvador.
La puerta de madera tembló.
—¡Abrid o entro!
—Decídase, cariño. Un beso comprará mi caballerosidad.
—¡Eso es chantaje!
La amplia sonrisa de él se volvió maliciosa.
—Lo sé.
Al otro lado de la puerta alguien hizo sonar unas llaves. En cualquier momento el propietario (una gran bestia de ojos pequeños y brillantes) estaría dentro de la habitación y la vería de pie encima de un hombre, con un atizador. ¡Dios mío, todavía lo tenía en la mano! Lo arrojó tras su espalda y oyó a su «salvador» reír entre dientes.
—Quizás debería dejarlo entrar —dijo, volviéndose hacia la puerta.
—De acuerdo. Usted gana. Lo besaré. ¡Pero sólo una vez! —se apresuró a agregar.
—Trato hecho. —Él le guiñó un ojo, y luego apoyó el hombro contra la puerta cuando el dueño comenzó a empujar para abrirla, diciendo con un perfecto acento cockney[1]:
—¡Vete a la mierda, maldito, estoy ocupado aquí dentro!
El ruido cesó.
—Entonces, ¿todo está bien? —preguntó el posadero.
El descarado tuvo la desfachatez de mirarla de nuevo, mientras levantaba una ceja de un modo inequívocamente lascivo. ¡Ay! ¿en qué se había metido ahora?
El hombre le dijo al dueño:
—Me interrumpiste, gordo gamberro. Aléjate de la puerta o juro que te mataré a patadas.
Del otro lado de la puerta vino un indignado bufido. Luego el que se había autoproclamado como su «salvador» dijo con una voz cargada de intenciones pecaminosas:
—Bien, acerca de ese beso...
Lali dio un paso atrás y halló una sólida pared impidiéndole la retirada y al sólido hombre delante de ella dispuesto a no dejarla escapar. Las llamas que danzaban en la chimenea le daban al rostro de la joven un aspecto triste y dejaban entrever la determinación en sus ojos. Realmente estaba atrapada.
Ella aplastó las palmas contra la pared mientras él avanzaba sin prisa, como si tuviesen todo el tiempo del mundo.
—Un beso —le recordó, la boca más seca con cada paso que él se daba.
—Un beso —repitió Lucien con calma, para evitar que ella se asustara y saliera corriendo. Luchaba contra su propia necesidad, un calor que iba en aumento invadiéndole la sangre, a un tiempo reconfortante por lo familiar y temido por su intensidad, teñido como estaba por sus recuerdos.
Él lo dejó de lado y se concentró solamente en esos ojos dulces que lo contemplaban con una mezcla de alarma y excitación, abriéndose con cada paso que lo acercaba a ella, hasta que ella estuvo mirándolo fijo, con la barbilla en alto, un desafiante duendecillo con un sombrero flexible. Él le quitó esa cosa ridícula, arrojándola al suelo.
—¿Qué está usted hacien...?
Él la hizo callar presionándole los labios con un dedo y luego le sostuvo la mirada mientras trazaba los suaves contornos de su boca. Qué boca, de labios llenos y lozanos, del color de un capullo de rosa. Una boca hecha para ser besada. Asidua y completamente.
Él se movió hacia adelante hasta poder sentir las puntas de los pechos de ella contra el suyo, su cuerpo adaptándose a cada sutil inflexión, a cada suave aliento. Dios, ella era tan pequeña que lo hacía sentirse un gigante. La aplastaría si alguna vez estuviera encima cuando hicieran el amor, y esperaba que se le concediera ese honor, aun si implicara tener que salvarla de cada problema en el que ella se metiera desde ahora hasta el día del Juicio Final, obteniendo recompensas por cada acto de galantería.
Entonces se le ocurrió una idea, algo que nunca antes le había preocupado.
—¿Eres casada?
Había tenido su ración de esa clase particular de mujeres, lo cual sólo había fortalecido su decisión de seguir soltero.
—No —respondió ella, y luego frunció el ceño, como advirtiendo demasiado tarde que él acababa de darle una escapatoria perfecta.
Peter se sintió extrañamente aliviado al oír su respuesta.
—¿Vives por aquí? —Eso haría su estadía mucho más grata; sospechaba que la muchacha era una diablilla tanto en la cama como fuera de ella.
Ella levantó la barbilla.
—No.
Podía notar que ella estaba mintiendo y, por Dios, eso le hacía desearla aún más. ¿Hacia dónde iba el mundo si una mujer mentirosa y ladrona le resultaba tan endiabladamente fascinante a un hombre? Quizás encontrara la respuesta cuando ella lo besara.
—Por favor —dijo la joven, casi sin aliento—. Sólo terminemos ya con esto.
¿Temería el contacto o lo anhelaría tanto como él?
—Un anticipo, paloma mía. —Presionó ligeramente el pulgar contra la unión de los labios de ella hasta que los abrió para él, la superficie satinada brillando como una baya madura.

Podía sentirla temblar y se preguntaba si ella sería tan inocente como aparentaba. Una chica que frecuentaba esa clase de establecimiento debía de tener algo de experiencia. Nadie tan audaz y hermosa podía ser casta. Iba a disfrutar borrando el recuerdo de quienquiera que fuese el que había venido antes.
Inclinándose, Peter capturó con su boca el jadeo entrecortado de la joven y fue como si el deseo le diera un golpe de puño en pleno pecho. Tomó el rostro de ella entre las manos y le hizo el amor con la boca, persuadiéndola suavemente para que aceptara su lengua, deslizándose dentro, probando su dulzura y sintiendo una oleada de calor en la sangre al percibir la respuesta de ella.
Deslizó los dedos entre los cabellos de la muchacha, soltando el pesado moño y dejando que la sedosa cascada cayera en sus manos. Enroscó un puñado de ella en la mano y tironeó, haciéndole inclinar la cabeza más hacia atrás para poder explorar más a fondo las profundidades calientes y húmedas de su boca.
Él se movió para raspar con la camisa las endurecidas puntas de los pezones de ella, pequeños capullos erguidos que revelaban que él no le era indiferente, a punto de perder el control al oírla gemir suavemente.
Sus manos descendieron rozando los costados de la suave curva de las caderas para luego rodearle el trasero, haciendo realidad la fantasía que había comenzado en la caballeriza. Los firmes globos cabían perfectamente en sus palmas y la levantó contra su erección, olvidándose de sí mismo mientras se balanceaba suavemente contra ella.
Al principio ella se movió junto con él, pero luego separó bruscamente su boca y esas pequeñas manos que se habían apoyado en sus hombros lo empujaron.
—¡Deje de hacer eso! Bájeme.
El cuerpo de Peter se resistía, pero su mente tomó el mando tras un momentáneo lapso. Obedeció a regañadientes, pero se torturó bajándola lentamente, dejándola deslizarse a lo largo de su cuerpo, y esa fricción hizo su efecto en ambos.
Pese al enojo que ahora brillaba en los ojos de ella, el deseo no desaparecía, y le costaba mantener el equilibrio, por lo que apoyó las palmas contra la pared.
—Dije un beso, cerdo malvado.
Peter no podía confiar en sí mismo para reprimir las ganas de tocarla estando tan cerca de ella, de modo que retrocedió y se sentó en la única silla de la habitación, sintiéndose al borde de un ataque cardíaco, tan dispuesto para la acción como estaba. Dios, necesitaba otro trago.
—Eso fue un beso, muchacha.
—Eso no tuvo nada que ver con un beso.
—Si mis labios no se separaron de los tuyos, entonces fue sólo un beso.
Parecía que ella quería golpearlo de nuevo en la cabeza.
—Ya consiguió lo que quería; ahora me marcho.
—Si crees que debes hacerlo. Pero dime donde vives y te buscaré. O puedes buscarme tú a mí. Como prefieras.
—No pienso acercarme a usted —dijo ella enojada y estaba casi convencida de que lo decía en serio.
El hombre que yacía en el suelo comenzó a moverse. Peter vislumbró la preocupación en los ojos de la muchacha mientras ésta le echaba una ojeada a su segunda, no, tercera víctima de la noche. Ella era un enigma. Primero le rompía la crisma a un pobre infeliz y luego sentía remordimiento. Se preguntaba si habría demostrado alguna compasión hacia él. Si había sido así, lamentaba habérselo perdido.
Se levantó de la silla, resuelto a acompañarla fuera del establecimiento y de paso averiguar dónde vivía, pero ella se volvió bruscamente para enfrentarlo, el atizador apuntando certeramente hacia su masculinidad. El as de espadas y los muchachos retrocedieron instantáneamente.
—Tú sí que sabes cómo hacer para que un hombre se detenga en seco, cielo.
—Quiero que se quede lejos.
—Dado que tienes en la mira mis más preciadas posesiones, no tengo más opción que cumplir. Podría desear procrear algún día.
Ella bufó:
—Como si no hubiera dejado ya su progenie por todo el globo.
A duras penas él logró reprimir una sonrisa.
—Qué calumnia hacia mi carácter. Déjame decirte que no tengo ni un sólo bastardo. Los niños, igual que sus madres, tienden a obstaculizar la libertad de espíritu de un hombre. Pero si te preocupa el embarazo...

—Practique sus habilidades con la mujerzuela que dejó allá fuera —dijo ella con un tono gélido—. Ahora, que tenga buenas noches.
El pensamiento de volver a perderla no le sentó bien a Peter. Se movió hacia ella, que levantó el atizador entre los muslos de él, haciendo que la punta en espiral presionase directamente entre sus testículos.
Él alzó las manos, rindiéndose.
—Tú ganas.
Ella retrocedió hacia la puerta, sin despegar los ojos de él mientras se inclinaba para recuperar su arma. Era todo un espectáculo verla de pie allí con un arma en cada mano.
—¿Siempre defiendes tu virtud con tanto ardor? —preguntó él. Si así fuera, indudablemente ella sería un desafío. Pero él era un hombre que disfrutaba de los desafíos.
En vez de responder, ella entreabrió la puerta y echó un vistazo al pasillo. Desgraciadamente para él, estaba desierto. Lanzando en dirección a él una mirada que distaba de ser acogedora, ella se escabulló fuera.
Peter salió detrás de ella, pero algo capturó su tobillo. Miró hacia abajo para ver una mano fornida envuelta alrededor de su bota y dos ojos inyectados en sangre que se elevaban hacia él, mirándole fijo.
—¿Qué sucedió? —farfulló el baboso golpeador de mujeres.
—Sucedió esto. —El puño derecho de Peter golpeó la mandíbula del canalla, derribándole nuevamente—. Quizás la próxima vez lo pienses dos veces antes de maltratar a mi futura amante.
Luego se dirigió hacia la puerta y corrió escaleras abajo, donde notó un leve aroma del perfume a vainilla de ella flotando en el aire mientras él irrumpía en el patio de la taberna.
Maldijo con fiereza. Lo había esquivado. Otra vez. Si aquel condenado infeliz no le hubiera detenido no la habría perdido. Peter se sentía lo suficientemente volátil como para volver a subir y golpearlo otra vez sólo por diversión.
Al oír el crujido de unos pies detrás de él, Peter se giró bruscamente, haciendo retroceder de un salto al mozo de cuadra, con el rostro pálido bajo las greñas rizadas.
—Lo siento, señor.
—¿Qué sucede? —dijo bruscamente Peter, arrepintiéndose enseguida del tono duro que había usado. El chaval no había hecho nada malo. Suspiró y le revolvió el pelo—. ¿Algún problema?
El chico dudó.
—Bueno, cuando lo vi a usted salir corriendo, pensé que quizás podía estar persiguiendo al muchacho que había salido disparado un minuto antes.
—¿Lo viste? —preguntó Peter ansiosamente.
Asintió.
—Me acordé de lo que usted me había dicho antes. Ya sabe, sobre ver cualquier cosa rara.
—¿Sabes quién es él?
—No pude verle la cara por el sombrero que llevaba, pero vi para dónde se fue. —Señaló hacia el Este—. Tenía un jamelgo viejo atado a un árbol.
Peter echó una ojeada a la oscuridad, pensando que la muchacha podía estar en cualquier lugar en ese momento. Pero había una buena posibilidad de que ella viviera en la zona. Al menos, eso ya era algo.
Hurgó en el bolsillo y le ofreció al chaval otro billete de una libra, reconociendo el temblor revelador de su mano al darle el dinero al chico. El dolor estaba empezando a subir sus entrañas, a partir de ahora el demonio lo tendría a su merced en cualquier momento.
—Si le vieras otra vez, ve a avisarme. —Peter se dirigió de regreso hacia la taberna, sintiendo la necesidad de retirarse tras las puertas cerradas de su habitación.
—Yo... Yo sé donde fue.
Peter giró en redondo para mirar de frente al chaval.
—¿Dónde?
—A Moor's End.
El hombre frunció el ceño. Ese era el hogar de su pupila. ¿Era posible que la chica fuese una de las sirvientes de los Esposito? ¿Podía ser tan fácil?
Si él la hallaba, quizás también hallara la paz por unas horas y se deshiciera del apetito que aparecía dentro de él en lo más profundo de la noche. Tal vez esta noche fuera capaz de dejar atrás las ansias.
—Ensilla mi caballo —dijo, y caminó majestuosamente hacia la caballeriza.
Una vez que estuvo lo suficientemente alejada de la taberna, Lali tiró de las riendas para que Clover dejara de galopar, aunque no eran los matones de Calder quienes le preocupaban, sino el extraño cuyo beso casi la había derretido.
Las cosas que la lengua de él había hecho, qué boca tan suave aunque exigente contra la de ella, qué cuerpo tan duro y caliente... Nunca había imaginado que pudiese ser así, como un narcótico, algo que le embotara la mente, haciéndole olvidar la racionalidad. De lo contrario, jamás hubiera accedido a besarlo.
Pero había sido mucho más que un beso. Se había apretado contra ella de un modo muy íntimo y las sensaciones que eso había provocado habían inmerso sus sentidos en un torbellino, hasta que el miedo a la propia lujuria la había llevado a resistirse.
Consiguió calmarse cuando la vieja yegua se detuvo al extremo del largo camino de tierra que conducía a Moor's End. Esa mansión gris venida a menos, con sus gabletes simétricos y sus techos inclinados, era el único lugar que alguna vez había llamado de verdad «hogar». Se erguía como un orgulloso monumento gótico, los acantilados y el cielo como telón de fondo, rodeada por una profusión de rododendros silvestres, y el aire le traía el olor familiar del agua de mar.
La inundaron los recuerdos de aquellos días que pasaban bañándose desnudos en las ensenadas desiertas, caminando por las ciénagas del páramo, aprendiendo a limpiar un pescado, a remar con espadilla o a manejar un remo, trepando a los cascos podridos de navíos que habían naufragado, metiéndose sin permiso en fincas abandonadas, para luego deslizarse sigilosamente dentro de las casas y explorar los fantasmales interiores.
Cuando era una niña pequeña, antes de que sus padres murieran mientras viajaban a China en una de las expediciones militares de su padre, Lali y su hermano habían pasado meses con su abuela y habían llegado a amar este lugar.
Muchas veces ella y Nico, en cuclillas entre las dunas, habían mirado hacia el mar, imaginándose grandes líneas de embarcaciones de proa alta entrando, velas al viento, en los bajíos con la marea creciente. Los capitanes que carecían de la habilidad necesaria para pilotear sus barcos no podían evitar chocar contra los bancos rocosos, atrayendo a los contrabandistas que se hacían el festín con el botín que el agua llevaba hacia la costa.
Pero siempre había sido lo mejor llegar por mar, viniendo desde Irlanda hasta el estuario del Hayle, como hacían los primeros comerciantes, para vislumbrar la garra de Cornualles clavándose desafiante en el océano, la imponente grandeza de Land's End asombrando hasta al más hastiado marinero, con su interior de colinas de granito abruptas y rocosas, y la aparición de la bahía de St. Ives, con sus brazos protectores en forma de herradura.
Lali respiró profundo. Su hogar. Llevaba este lugar en la sangre y haría cualquier cosa para preservarlo.
Dándole a Clover un suave empujoncito se dirigió hacia la caballeriza. Una de las puertas colgaba ladeada, los goznes sueltos hundidos profundamente en la madera podrida. Lo repararía al día siguiente, estaba demasiado escasa de dinero como para contratar a alguien que hiciera la tarea.
Una vez que Clover estuvo cepillada y alimentada, Lali puso una manta sobre el lomo de la yegua y la besó en el hocico.
—Te comportaste bien esta noche, chica —murmuró, y luego salió a la oscuridad helada.
Al echar un vistazo hacia arriba, vio la luz parpadeando a través de los vidrios de la ventana de su dormitorio. Sospechaba que Rocio estaba esperándola ansiosamente. Su amiga se había opuesto a que Lali persiguiese a los hombres, pero considerando lo que había sucedido aquella mañana, Lali sabía que Calder no cejaría en sus intentos por ponerle las manos encima a Rocio a menos que ellas encontrasen algo que fuera posible usar en contra de él.
Apenas había atravesado la puerta principal cuando Jasper surgió de entre la penumbra del largo corredor. Llevaba un solo mechón de cabello blanco adherido a la parte trasera de la cabeza, mientras hebras tan finas como telarañas se entrecruzaban por el resto de su cabeza, que se estaba quedando calva. La miró con expresión preocupada, entrecerrando sus ojos castaños a través de las gruesas gafas.
—Gracias a Dios que regresó usted.
—¿Todo tranquilo esta noche, Jasper?
—Sí, señorita. Pero estábamos preocupados por usted.
—Como puedes ver, estoy bien.
Luego apareció Olinda, una mujer activa, cuyo cabello plateado enmarcaba un rostro perfectamente ovalado y la belleza de sus ojos grises claros. Parecía mucho más joven que su marido, aunque entre ellos hubiera apenas cinco años de diferencia. Ella afirmaba que era el resultado del fuerte linaje escocés.
 
—¡Alabado sea San Ninian[1], ahí está usted! Estaba a punto de llamar a la caballería. ¿Dónde ha estado, querida mía? Nos tenía preocupados a todos.
—Eso he oído.
—Siempre ha sido usted una niña preocupante. —dijo Olinda.
Lali le abrazó los delgados hombros.
—Pero tú de todos modos me quieres, ¿verdad?
Pese a la brusquedad de su tono, Olinda le dio una suave palmadita en el brazo.
—Sí, muchacha. Claro que la quiero. Usted es como una hija para mí.
Lali no sabía qué hubiera sido de ella el último año de no haber tenido a Olinda y Jasper. Tras la de la muerte de sus padres y de su hermano, había días en los que había pensado que no sobreviviría, pero ellos la habían animado a seguir. Ahora era su turno de asumir la responsabilidad que otros le habían ahorrado durante todo ese tiempo.
¡Guau! El eco del inconfundible ladrido se oyó en el vestíbulo abovedado haciendo temblar el techo.
Lali miró hacia la cima de la escalera, donde apareció una cabeza peluda con manchas marrones y blancas. Sadie bajó torpemente a la carrera y sus enormes patas lo llevaron a través del piso encerado, haciéndola chocar contra el pobre Jasper, que se desplomó en el suelo, donde el peso prodigioso de Sadie lo mantuvo inmóvil mientras ella le obsequiaba una lamida babosa que le ladeó las gafas.
—¡Fuera, condenada bestia! —le exigió él con tono de mando.
Considerando su enorme tamaño (era un cruce de lebrel irlandés y alguna otra raza igualmente gigantesca), Sadie era tan dulce como un corderito. La pobrecilla ni siquiera se daba cuenta de cuán grande era. Un trueno la hizo esconderse, temblando, detrás de las piernas de Lali. Y estaba completamente aterrorizada por Sassy, una traviesa gata atigrada que adoraba tomar por sorpresa a la gente saltándoles encima y que disfrutaba especialmente de acechar la cola de Sadie. Siempre conseguía que la pobre perra se escabullera yendo a ocultarse en el regazo de Lali, cargándola con más de sesenta y siete kilos de aplastante peso muerto.
—Ven, Sadie —la engatusó Lali—. Deja en paz al pobre Jasper. Estás asfixiándolo.
Los ojos castaños se volvieron rápidamente hacia Lali, mirándola con adoración, mientras saltaba sobre sus patas y empujaba con su cabezota la mano de la joven, deseosa de que ésta le rascase detrás de las orejas.
Lali se arrodilló y acarició el grueso pelo de la perra.
—¿Le hiciste compañía a nuestro huésped esta noche? —le preguntó, a lo cual una voz femenina respondió:
—Me acompañó maravillosamente.
Una visión etérea, ataviada con un vestido de peau de soie[2] azul oscuro los contemplaba de pie en la cima de las escaleras.
Sin importar cuántas veces uno viera a Lady Rocio Igarzaball, no podía evitar sentirse conmovido cada vez por su belleza.
Era una criatura impactante, grácil, con facciones angelicales y cabello rubio claro que le llegaba hasta la cintura. La espesa cabellera era ahora una larga cuerda trenzada que le caía por la espalda, con finos rizos escapando para enmarcar su cara ovalada y sus ojos de un azul profundo.
Lali era morena, Rocio rubia. Lali era baja, Rocio alta, con las piernas más largas que Lali había visto jamás. Si alguna vez había existido una imagen del encanto femenino, Rocio lo encarnaba.
—Gracias a Dios que has regresado —dijo ella mientras se deslizaba escaleras abajo, deteniéndose delante de Fancy y tomándola de las manos—. Estaba tan preocupada.
Lali sonrió para darle confianza a su amiga:
—Un simple hombre no va a detener a una Esposito. —Incluso antes de terminar de pronunciar esas palabras, una imagen de cabello oscuro y ojos del color de una joya se alzó delante de ella. Él no era un simple hombre. Lali no estaba segura de qué era él.
—No lo dudé ni por un minuto. —La sonrisa de Rocio la transformó de angelical a arrebatadora, con un deje pecaminoso en esa expresión celestial que hacía a los hombres, jóvenes y viejos, rendirse a sus pies.
Todas las muchachas habían odiado instantáneamente a Rocio cuando ésta había llegado al pueblo con su madre. Pero Lali había sentido hacia ella una inmediata camaradería, sabiendo cómo era ser la nueva en un lugar donde generaciones de familias habían vivido y muerto, profundamente enraizadas en la marga arenosa.
La primera vez que vio a Rocio sentada sola en Meadow's Cove, la muchachita parecía tan triste y perdida... El corazón de Lali se había compadecido profundamente de ella y en aquel momento y lugar había prometido que se convertirían en grandes amigas. Y así había sido.
—¿Qué le sucedió a tu mejilla? —preguntó Rocio, mirando el rostro de Lali con ojos entrecerrados por la sospecha.
Lali desvió la cabeza, pues había olvidado el golpe que aquel horrible matón se las había arreglado para propinarle.
—No es nada, me llevé por delante una rama baja mientras cabalgaba de regreso a casa. No iba prestando atención al camino.
Su amiga arqueó una ceja, obviamente sin creerse esa historia. Pero Lali sabía que no diría nada más. No quería enojar a Jasper y Olinda.
—Vamos a quitarte esa ropa húmeda y a meterte en un agradable baño caliente. —Rocio tiró de ella hasta el cuarto de baño.
Lali subió las escaleras de buena gana, con Sadie pegada a los talones. Asegurándoles a Jasper y Olinda que estaba bien logró enviarlos a dormir a regañadientes.
Tan pronto se hubieron marchado, Rocio volvió a la carga.
—¿Quién te golpeó? —Antes de que Lali pudiera responder, agregó—: Ay, ¿por qué te dejé ir sola? Nunca podría perdonarme si te hubiese sucedido algo. —Mientras hablaba le dio un rápido tirón a la camisa a Lali para quitársela, como si ésta de repente se hubiese vuelto incapaz de desvestirse sola—. Sabía que esos hombres despreciables te harían daño. Ir tras ellos fue una verdadera tontería de tu parte. Calder no se rendirá, lo sabes. No importa lo que hagamos. —Empujó a Lali hacia la cama y le arrancó las botas raspadas—. Tendré que marcharme a América o a algún otro lugar así de rudo para esconderme.







 

—No tendrás que hacer...
—No sé cómo dejé que me convencieras de hacer estas cosas. Éste es un problema mío, no tuyo.
—Es nuestro probl...
—Tendré que cortarme el cabello y usar una peluca. Hacerme pasar por una institutriz o una sirvienta.
—Eso es un poco exag... —Rocio no le permitía terminar ninguna de sus frases.
—Pero no volveremos a hacer esto. —Empujó a Lali dentro de la tina de cobre que previsoramente había llenado y mantenido caliente para ella—. Si algo te hubiese sucedido...
Los ojos de Rocio brillaban por las lágrimas contenidas.
Lali le tomó las manos.
—Soy más dura de lo que parezco.
—Pero tu cara...
—Ya ni lo recuerdo.
Pero probablemente por la mañana tendría un cardenal, lo cual haría sentir aún peor a Rocio.
La verdad sea dicha, el beso que había seguido a la bofetada la había afectado mucho más. ¿Estaría aún en la taberna el guapo chantajista? ¿La habría buscado, pese a que ella le había dicho que no lo hiciera? Ay, ¿pero por qué le importaba?
—Si te sirve de consuelo —dijo Lali—, a los dos matones de Calder se les partirá la cabeza de dolor por la mañana.
La risa iluminó los ojos de su amiga.
—Realmente eres la mujer más extraordinaria que conozco. Los hombres te adorarían... si tan sólo pudiesen llegar hasta aquí para conocerte.
—Lo mismo digo con respecto a ti. A estas alturas ya deberías estar casada y manejando una casa llena de niños.
Rocio frotó los mechones enredados de Lali.
—Menudo par somos, ¿verdad?
—Una fuerza temible. —Con un guiño, Lali sumergió la cabeza en el agua y se enjuagó el jabón del cabello.
Salió de la tina y se envolvió en una gruesa toalla; olía como un jardín en primavera por el jabón preferido de Rocio.
Su amiga le secó el cabello con otra toalla.
—Entonces, ¿pudiste encontrar algo?
—No —respondió Lali con un suspiro, cogiendo su viejo albornoz de encima de su cama—. Pero algo se me va a ocurrir.
—No deberías estar haciendo esto. Ya tienes suficientes preocupaciones propias. ¿No falta poco para que se venzan los impuestos de esta casa?
Ese recordatorio instaló un profundo pesar en el corazón de Lali mientras caminaba hacia la ventana y echaba un vistazo hacia fuera, mirando fijamente a la distancia, donde sobresalían del suelo las tumbas de granito con figuras de antiguas diosas de la tierra y sacerdotes, cuyas superficies mostraban huellas de las inclemencias del tiempo. Las piedras estaban inclinadas formando un techo en lo alto de las colinas, entre tojos y matorrales, despojadas hacía mucho de los tesoros que alguna vez habían guardado, convertidas tan sólo en un recordatorio de un modo de vida olvidado... como pronto lo sería el suyo si no lograba revertir su situación.
Cuanto más deseaba que las cosas no cambiaran, más inestables parecían volverse bajo sus pies las arenas del destino. El peso de la responsabilidad la agobiaba. A menos que las circunstancias cambiaran, y pronto, perdería Moor's End.
No había advertido cuán atrasada estaba su abuela en los impuestos hasta poco después de su muerte, cuando el cobrador golpeó a su puerta para comunicarle las malas nuevas. Le había dado a Fancy tres meses para saldar toda la deuda, caso contrario la casa sería expropiada y vendida.
Moor's End había pertenecido a la familia de su abuela por generaciones. Cada piedra desgastada y cada gozne chirriante había sido especial para ella, al igual que para Lali. Esta casa había sido su refugio durante todos los años difíciles, nada existía para ella más allá de sus muros. Después de todo lo que su abuela había hecho por ella, le debía al menos tratar de salvar la casa que ella había amado. Sólo le quedaban dos meses para hacerlo.
Forzando una sonrisa en su rostro, se volvió a Rocio.
—Te preocupas demasiado. Ya tengo la mitad del dinero. —Apenas tenía un tercio. Se había hecho prácticamente imposible traer cosas desde la ensenada debido al control que hubo durante los meses pasados para hacer respetar las nuevas disposiciones.
—El contrabando es demasiado arriesgado. Si te atrapan...
—No lo harán.
—Las rocas son traicioneras, especialmente de noche.
—Conozco cada grieta.
Rocio frunció el ceño.
—Aun así...
Lali atravesó la habitación caminando trabajosamente, hasta llegar delante de su amiga.
—Prometo tener cuidado. Ahora, lo mejor sería dormir un poco. Quién sabe qué diabluras nos tendrá preparadas Calder para mañana. —Tendrían que estar aún más atentas desde ahora—. ¿Quieres que Sadie duerma contigo?
—No, estaré bien. —Rocio se detuvo en la puerta—. ¿Te he dicho últimamente lo maravillosa que eres como amiga?
—Me lo has dicho mil veces. No te preocupes. Le ganaremos a Calder con sus propias armas. —Con la esperanza de verse tan confiada como parecía al hablar, Lali cogió una pequeña lámpara de aceite—. Te acompaño hasta tu cuarto.
Mientras salían a la oscuridad del pasillo, Lali se halló pensando en su tutor. Sólo podía dar gracias de que no se hubiese dignado a aparecer por Cornualles. Lo último que necesitaba era un ex militar controlando cada uno de sus movimientos.
Se preguntaba qué habría estado pensando su hermano para cargarla con un guarda, como si ella no fuese capaz de cuidarse sola. Y peor aún, un guarda cuyas diabluras a menudo aparecían en las páginas de escándalos. George debía de estar delirando. Pero mientras su misterioso guarda se mantuviese lejos de ella, todo estaría bien. O al menos eso esperaba.
¿Qué fue eso? —susurró Rocio de repente.
¿Qué fue el qué?
—Oí algo abajo.
Lali volvió la cabeza hacia el descansillo y escuchó. Hasta ella sólo llegaron la respiración jadeante de Sadie y el susurro del viento atravesando las grietas de las piedras.
Luego lo oyó. Los ruidos apagados que hacía alguien al moverse en el viejo salón de fumar de su abuelo. Un frío le subió por los brazos erizándole los vellos de la nuca.
—Tal vez sea Jasper —respondió en un susurro, mientras Rocio y ella se movían lentamente hacia las escaleras. Pero Jasper no tenía motivo para estar en el salón de fumar. El abuelo había sido el último ocupante habitual de aquel cuarto. Viejas botellas de licor aún se alineaban en la vitrina, bien añejadas y ahora muy fuertes, sospechaba. Pero nadie en la casa bebía.
Lali se aferró a la barandilla, espiando la luz que resplandecía por debajo de la puerta al pie de la escalera.
—Quédate aquí —le dijo a Rocio, a quien tenía apretada contra su espalda.
—No voy a dejarte bajar sola. Podría ser Calder.
Lali no quería pensar que nuevamente había subestimado la determinación de Calder.
—Probablemente no sea más que un animal que entró por la chimenea. —Lo cual no explicaba la luz, pero eso lo guardó para sí—. Regreso en un minuto.
Rocio la cogió del brazo con fuerza.
—Llamemos a Jasper.
Lali no deseaba alarmar a su amiga, pero Rocio parecía creer que porque Jasper era un hombre podía manejar cualquier situación. Lo que no recordaba era que el hombre tenía setenta años mínimo y sufría de reumatismo.
—Aun si quisiera levantar al pobre, sabes que Jasper duerme como un tronco.
Rocio se mordió ansiosamente el labio inferior. Luego sus ojos se iluminaron.
—Espera aquí. —En menos de un minuto estuvo de vuelta y apretó algo frío en la mano de Lali, quien bajó la vista para encontrarse con el arma de su abuelo. Hasta esta noche nunca antes la había sostenido—. Vamos —le urgió Rocio a continuación con expresión decidida mientras cogía un pesado candelabro de latón.
Lali sabía reconocer una derrota. Respirando profundamente, exhaló el aire lentamente. Luego ambas bajaron las escaleras sigilosamente, tan pegadas que casi parecían una sola. Hasta Sadie se apretaba temblorosa contra su muslo.
Cuando llegaron al antepenúltimo escalón, la puerta del salón de fumar se abrió de golpe y una sombra de gran tamaño se proyectó sobre el suelo antes de que una figura igualmente grande emergiera en el vestíbulo. El jadeo al unísono hizo que el hombre alzara bruscamente la cabeza en dirección a ellas.
Inmediatamente Sadie lanzó un ladrido y en arranque de valentía sin precedentes, se arrojó sobre el intruso. El hombre cayó al suelo cubierto por un montículo de pelo de perro... y de repente el arma que Lali tenía en la mano se disparó.
Sadie ladraba enloquecida, mientras la voz de Rocio se quebró en un alarido de alarma. Hasta Sassy, que a duras penas había conseguido salir de un oscuro armarito, siseó, con el pelo marrón anaranjado erizado como púas.
«Dios santo», pensó Lali, ¡le había disparado a un intruso! Por lo menos eso creía. No podía ver nada a través del denso humo gris que le nublaba la visión. ¡El arma de fuego tenía por lo menos veinte años y nunca hubiera esperado que estuviese cargada!
Moviendo la mano para apartar el humo de su rostro, Lali jadeó al ver la figura boca abajo sobre el suelo. Voló escaleras abajo, el cabello húmedo adherido al albornoz, cayendo como un riachuelo negro por sobre sus hombros. Se arrodilló junto al hombre y por primera vez lo miró bien. La sorpresa la dejó boquiabierta cuando unos ojos color aguamarina se posaron sobre ella.
—Todavía no estoy muerto —gruñó él—, pero sospecho que tendrás éxito en acabar conmigo antes de que amanezca. —Cerró los ojos e hizo una mueca de dolor, sacando a Lali de su aturdimiento.
La mirada de la joven se topó con el tobillo de él y vio la fea herida que el roce de la bala le había causado.
—Necesitará unas puntadas.
Rocio se arrodilló al otro costado del hombre, pensando con más claridad que Lali en ese momento, mientras arrancaba una tira de su combinación y la ataba en el tobillo de él con la habilidad de una enfermera entrenada.
—Enviaré a Jasper a buscar al doctor —dijo Rocio, empezando a ponerse de pie, pero el hombre alargó rápidamente la mano y la tomó de la muñeca.
—Nada de doctor. Sólo... cósame. —Se volvió hacia Lali—. Tú. —La palabra era una orden.
Antes de que Lali pudiera protestar, aparecieron Jasper y Olinda.
—Ay, Señor, ¿qué sucedió? —gimió Jasper.
—Atrapamos a un merodeador dando vueltas por la casa —respondió Rocio.
—No es ningún merodeador, señorita. Es el señor Lanzani.
Lali parpadeó y lentamente llevó la mirada al bulto que yacía junto a ella en el suelo.
—¿Peter Lanzanil? —preguntó, rogando que no fuera así. No su tutor. No aquí. No ahora. ¡No así!
—En persona —respondió su víctima—. O al menos lo que queda de mi persona.
Lali cerró los ojos, deseando poder desaparecer. De entre todos los hombres del mundo, ¿por qué tenía que ser este hombre el que su hermano había designado como su tutor? Ella había besado a este hombre, y lo había disfrutado.
En ese momento un gemido que venía desde el suelo la hizo reaccionar. Preocupada, se inclinó sobre él.
—¿Qué le sucede?
Él abrió un ojo.
—¿Quieres decir aparte del hecho de que me han disparado? —Enroscó en un dedo una larga hebra de cabello de la joven y tironeándola la hizo bajar la cabeza hasta poder susurrarle al oído—. Otro beso sería de gran ayuda para calmar el dolor.
Lali casi perdió una madeja de pelo por el modo abrupto en que se incorporó, sobresaltada por el estremecimiento en su interior al sentir el cálido aliento sobre su mejilla. Lo miró enojada y él sonrió. Luego su sonrisa se fue desvaneciendo y empezó a temblar.
Dios, ¿qué pasaba con ella? El hombre estaba herido. Se volvió hacia Jasper.
—¿Aún tenemos el láudano que usamos cuando Bevil se rompió el brazo?
—Creo que sí —dijo él, y salió en busca de la medicina a toda prisa.
—Deberíamos llevarlo a alguna de las camas arriba —sugirió Olinda.
Lali asintió, observando su contextura grande y musculosa.
—Tú cógele el brazo derecho —le dijo a Rocio—. Yo me ocuparé del izquierdo.


Con gran esfuerzo lo pusieron de pie. Lali tenía una leve sospecha de que él estaba dificultando deliberadamente la tarea y también disfrutando mucho de recargar sobre ella la mayor parte de su peso.
La mano grande y morena que descansaba sobre el hombro de la joven le rozó el pecho. Para acabar de mortificarla, el pezón se irguió ante el contacto. Buscó rápidamente la mirada de él, lista para tirarle de las orejas, pero sus ojos estaban completamente cerrados y apretaba la mandíbula.
La primera habitación a la que llegaron era la de ella. Lali dudó, sintiéndose extrañamente nerviosa ante la idea de acostarlo en su cama. Pero los otros tres cuartos de huéspedes estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo y en ninguno de ellos había sábanas. Ella tendría que dormir en el escritorio. Por la mañana haría que lo trasladasen a algún otro lugar.
Se las arreglaron para llevarlo a la cama. Tan pronto como Rocio se fue, el hombre se reclinó pesadamente sobre las almohadas, arrastrando a Lali con él, y encima de la parte superior de su cuerpo, sin nada que se interpusiera entre ella y el cuerpo masculino macizo y duro que tenía debajo.
—Así está mejor.
Aunque parecía enfermo, sonreía maliciosamente, y esta vez ella estaba segura de que él había actuado deliberadamente.
—Va a soltarme usted —siseó ella, en voz lo suficientemente alta como para que él la oyera—, o se encontrará con que tiene los pantalones cosidos a la herida.
Él rió suavemente entre dientes ante la amenaza, aunque sin soltarla inmediatamente, y luego abrió los brazos. Ella se alejó rápidamente, sintiendo cómo se había elevado la temperatura en la zona de su cuerpo que acababa de estar en estrecho contacto con él.
Entonces entró Jasper, con un vaso en una mano y la botella de láudano en la otra. Cuando se disponía a verter en el vaso la potente medicina, el paciente le arrebató la botella y bebió un generoso trago.
Lali le sujetó la muñeca.
—No vaya a beber demasiado.
—¿Preocupada por mí? —Alzó burlonamente una ceja y luego apuró otra dosis, seguramente excesiva, hasta para un hombre de su tamaño.
Ella le hizo bajar la mano.
—Si usted muere, me culparán a mí.
—Y el asesinato es un crimen que se castiga con la horca —dijo él, complaciéndose en repetir las palabras que había usado antes para burlarse de ella.
Lali hizo un esfuerzo por no contestar y miró hacia atrás.
—Voy a necesitar algunos suministros médicos para curarlo.
—Aquí los tengo —dijo Olinda, alcanzándole la desteñida cartera negra que contenía una aguja, hilo, pomada balsámica, vendas y una selección de hierbas curativas que su abuela le había enseñado a usar.
Lali notó que su paciente estaba desabotonándose los pantalones.
—¿Qué está haciendo? —preguntó con voz indignada, la voz de una mujer que nunca antes ha visto un hombre desnudo.
Cuando él la miró, un brillo travieso bailoteaba en sus ojos, aunque la joven podía ver que la droga estaba empezando a apagarlos.
—Al parecer estoy desvistiéndome. Necesitas llegar hasta mi herida, ¿no?
—Puedo cortar la mitad inferior de sus pantalones —le dijo ella en tono serio y desaprobador, rogando que no empezara a desabrochar el próximo botón.
—¿Estás segura? —preguntó él con un tono provocador.
—Totalmente.
Olinda se adelantó desde detrás de la joven.
—Yo debería hacer esto, muchacha. Tú no estás casada. —A lo cual agregó, dirigiéndose al herido—: Nunca antes ha tocado siquiera a un hombre, ni los ha dejado tocarla, es una buena chica, nuestra muchacha.
Lali se sentía completamente mortificada, sensación que se agudizó cuando el pillo la miró arqueando una de sus oscuras cejas, recordándole descaradamente que no sólo había tocado a un hombre, sino que además había gemido mientras él la besaba. ¡El muy canalla!
Le lanzó una mirada llena de enojo, pero el canalla simplemente rió. Luego sus párpados empezaron a cerrarse a medida que la droga hacía efecto, lo cual a ella le vino de maravilla. Lo último que necesitaba era que él le hiciera esto más difícil de lo que iba a ser.
—No os aprovechéis de mí mientras esté imposibilitado de defender mi honor, señoras.
Luego su cabeza cayó hacia el costado.
Rocio se paró junto a su hombro.
—Dormirá por un buen rato, considerando la cantidad de láudano que bebió.
Lali bajó los ojos para fijarlos en ese cuerpo grande tendido largo a largo en su cama y se le presentó una imagen de él envuelto en un lazo navideño (un lazo colocado en un lugar estratégico, por supuesto). Cualquier otro hombre se vería ridículo tendido sobre un cubrecama blanco plisado, pero a él eso sólo lo hacía verse más grande e impresionante.
Suspiró y echó una breve ojeada a Rocio, notando la mirada inquisitiva que ésta le dirigió. Evitándola, se volvió hacia Jasper y Olinda, quienes estaban parados a los pies de la cama, con los dedos suavemente entrelazados, aún enamorados tras casi cincuenta años de matrimonio.
—¿Por qué no os vais a dormir ambos? Rocio y yo ya podemos manejar este asunto.
Jasper apenas podía sostenerle la mirada.
—Lo lamento, señorita. Todo esto es sólo culpa mía. Pensé que usted y Lady Rocip se habían ido a dormir. Oí el ruido de un caballo viniendo por el camino de entrada a la casa y me preocupé porque pensé que podía ser Lord Westcott que venía a llevarse a Lady Rocio. Me temo que salí a la puerta principal a recibir al señor Lanzani con el viejo trabuco[1] que colgaba de la pared del estudio de su abuelo. Claro que me sentí muy mal al darme cuenta de quién se trataba. No estaba enterado de que él iba a venir, sabe.
—Ninguno de nosotros lo sabía, Jasper. —Y Lali sospechaba que ésa había sido la intención del hombre, sorprenderlos con la guardia baja. Simplemente era así de tramposo.
—Le dije que todos ya se habían retirado a dormir y que no teníamos una habitación preparada para él, pero dijo que por esta noche se acostaría en el estudio. Me pareció bastante complacido al encontrar el armario de los licores bien provisto, y parecía ansioso por estar a solas. Me dijo que me fuera a descansar. No se le veía muy bien, ahora que lo pienso.
 
Probablemente debido al golpe que ella le había propinado. De nuevo afloró en ella ese remordimiento constante.
—No considero que nada de esto sea tu culpa, Jasper. El señor Lanzani no debió haber aparecido en mitad de la noche. Ahora, ¿por qué no os vais a dormir un poco? Ha sido una larga noche.
Y no parecía que fuera a terminar pronto.
—¿Estás segura querida?—preguntó Olinda y agregó—: Es un hombre grandote (como si fuera posible que Lali no lo hubiera notado). Tiene un aspecto bastante peligroso... y es guapo, además. Las muchachas lo pasarán bien con éste.
Seguramente, las muchachas lo pasarían bien. En un paraje tan remoto de Cornualles, sería como un ángel enviado desde el cielo. Y era obvio que él no sentía compunción alguna acerca de a quién o en qué circunstancias otorgaba sus favores.
—Vamos a estar bien —le aseguró Fancy, intentando convencerse de eso.
Finalmente Olinda se encogió de hombros.
—Ven, esposo mío. Tenemos algo pendiente. Si mal no recuerdo, estabas tratando de hacer que me desvaneciera de emoción por tus declaraciones de amor.
—¡Olinda! —la regañó Jasper con tono avergonzado, al tiempo que cruzaban la puerta y sus voces suaves de ancianos se apagaban en la distancia.
—Realmente hacen una pareja adorable —comentó Rocio.
—Sí —dijo Lali.
Si tan sólo todos pudieran encontrar la clase de amor que compartían Jasper y Olinda...
Suspirando, bajó la vista hacia su tutor. Peter Lanzani. Lucifer sería un nombre mucho más adecuado, ya que seguramente era el diablo, en un envase increíblemente atractivo.
Abriendo la cartera sacó un par de tijeras de costura y procedió a cortarle los pantalones por debajo de la rodilla. Una fina sombra de vello oscuro salpicaba la musculosa pantorrilla. Antes de que la joven pudiera contenerse sus dedos dibujaron sobre la piel de él.
Cuidadosamente retiró el trozo de lino en el que Rocio había envuelto la herida. Ésta no era tan grave como había temido, pero era desagradable de ver, un corte largo y profundo que formaba una media luna sobre el tobillo. Unas pocos centímetros más y podría haberle dado en el pie.
—¿Quisieras contarme ahora toda la historia? —dijo Rocio mientras le alcanzaba un trozo limpio de algodón y una botella de antiséptico para lavar la herida.
Sin levantar la vista, Lali respondió:
—Me encontré con él en la taberna. Me sorprendió cuando yo estaba registrando los bolsillos de uno de los hombres.
—Dios mío, ¿y qué hizo al verte?
—Nada. —Sólo desearía que hubiese hecho algo, pues entonces quizás tendría una mejor excusa para el modo en que había actuado—. Fue más lo que hice yo.
—Ay, no ¿Qué hiciste? —«Esta vez», fueron las palabras que faltó decir.
Lali miró directamente a su amiga.
—¿Cómo podía saber yo que él era mi tutor? De repente estaba ahí de pie, sonriéndome. Yo no sabía qué hacer. Pensé que si él mandaba a llamar a las autoridades, te llevarían de nuevo con Calder y yo... bueno, no sé qué hubiese sucedido. Pero dudo que hubiera sido algo inspirador.
—¿Qué hiciste? —insistió Rocio.
—No fue mi intención «hacer» cosa alguna. Honestamente, simplemente pensé que si él veía el arma...
Rocio gruñó.
—No es posible.
—¡Sólo estaba tratando de hacer que saliera de mi camino! El arma no estaba cargada, o al menos yo pensaba que no lo estaba.
—No le disparaste también allí, ¿verdad?
La exasperación se abrió paso en el interior de Lali.
—¡No quería dispararle esta vez! Fue un accidente.
—¿Entonces, simplemente dejó que te marcharas?
—Bueno, sí...
—Algo me dice que hay un «pero».
Lali desvió la mirada, hurgando el bolso en busca de una aguja e hilo.
—Temía que él fuera a seguirme. Así que... lo golpeé en la cabeza con una piedra. Rocio se hundió en la cama.
—¡Ay, Dios mío! —dijo, en tono calamitoso.
—Lo mismo digo. —Lali enhebró la aguja y empezó a cerrar la herida, sintiendo bajo las yemas de sus dedos la piel resistente de él—. ¿Qué voy a hacer?
—Tal vez él despierte de un humor más inclinado al perdón. —Pero mientras se miraban, Lali sabía que aquello era muy poco probable. Estaba además el pequeño detalle de que ella había amenazado su virilidad con un atizador.
Y que lo había besado.
—¿Por qué no podía haberse limitado a enviar otra institutriz? —se lamentó—. En el año que ha transcurrido desde la muerte de Nico, no se ha dignado a venir de visita, lo cual para mí fue conveniente. La culpa es suya, por elegir el peor de los peores momentos para aparecer.
—Pues yo no puedo culparlo del todo.
La mano de Lali se detuvo en mitad de una puntada.
—¿Y por qué no?
—Ahuyentaste a todas las institutrices que él envió.
—Todas ellas me trataban como si fuera una niñita: «No levante el meñique al beber el té, Lady Mariana» —imitó perfectamente—. «La espalda derecha, Lady Mariana», «No arrastre los pies al caminar, Lady Mariana». —Lanzó un bufido—. Era ridículo. ¿A quién va a importarle si levanto o no el meñique mientras bebo el té?
—Podría importarte a ti, si alguna vez desearas ser presentada en la sociedad bien educada.
—Lo único que deseo es que me dejen en paz.
—Eso es algo que puedo comprender muy bien. —Transcurrió un momento de pensativo silencio antes de que Rocio dijera—: ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Lali lanzó un suspiro.
—No lo sé.
Por más que se empeñaba en que aquel hombre le desagradara, pues sólo había venido a trastornarle la vida, en el fondo el tenerlo allí le provocaba una extraña excitación.
Al dejarlo en la taberna, una extraña tristeza se había apoderado de ella ante la perspectiva de no volver a verlo jamás. Quizás hasta había albergado la absurda esperanza de que la siguiera. En el instante mismo en que lo vio tendido en el vestíbulo, había sentido una secreta emoción.
Sentía emociones desordenadas mientras ataba la última puntada y la asaltó la repentina urgencia de alejarse corriendo a toda prisa. Algo le decía que su vida ya no sería la misma a partir de este momento.
—¿Crees que nos causará problemas? —preguntó Rocio.
Lali bajó la vista hacia su tutor dormido y suspiró.
—Creo que no nos causará más que problemas.
Cuando Rocio se retiró a dormir, Lali se sentó en una silla en un rincón de la habitación, con Sadie tumbada a sus pies, mirando subir y bajar el pecho de su tutor. El sueño había despojado a su rostro de toda picardía y tenía el aspecto de un ángel caído. Demasiado turbada para desvestirlo, sólo le había quitado la chaqueta. Lo que alguna vez había sido una prístina camisa blanca con el cuello almidonado estaba ahora sucia de polvo y pequeñas manchas de sangre. Sus pantalones estaban arruinados. No traía corbata, lo cual en la mayoría de los lugares hubiera sido considerado inapropiado. Pero no parecía el tipo de hombre a quien le importaba lo que era o no inapropiado. Era una persona muy inusual en muchos aspectos. Había sido militar. «Coronel condecorado», había alardeado Nico en sus cartas. Su hermano parecía creer que el sol salía y se ponía a los pies de este hombre. «Es la persona más valiente que he conocido», le había escrito repetidas veces Nico, que evidentemente idolatraba a su superior. «Creo que te gustaría».
Lali dudaba de que su hermano hubiera querido que sus palabras fueran tan proféticas. Sí que le gustaba su coronel, en el peor de los sentidos. Pero su comportamiento impulsivo la había puesto en un camino sin retorno. Lo había besado, a él, que era un hombre que para todo propósito práctico iba a hacerse cargo de la vida de ella. Eso sólo podía provocar una catástrofe. Pero con sólo mirar a Lucien se le anudaba el estómago, y sus dedos ardían por tocarlo. Se puso de pie abruptamente, disgustada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Si continuaba mirándolo podía muy bien ceder a la imperiosa necesidad de tocarlo para asegurarse de que su corazón latía fuerte y regularmente bajo los dedos de ella.
Caminó lenta y sigilosamente hasta la ventana, donde se quedó contemplando la noche eterna. La luna resplandecía sobre los suaves bordes del océano, con fulgor diamantino, arrancando reflejos de prismas de las ventanas polvorientas del jardín de invierno.
Moor's End había sido una vez una magnífica finca que le daba trabajo a la mitad de los lugareños. Ahora la gran caballeriza estaba casi vacía, la vegetación de los jardines demasiado crecida, los ciruelos silvestres necesitaban ser podados...
Dentro de tres días iba a reunirse con Bodie en el Mariner's Nook[1] para liar el cargamento que, esperaba, la acercaría a saldar la deuda de su abuela. La inesperada vigilancia de su tutor dificultaría mucho las cosas.
Un suave gemido trajo a Lali de vuelta a la realidad. Se volvió, esperando ver fija en ella la mirada acusadora de unos ojos de color verde azulado, pero Peter aún dormía, aunque inquieto. Mientras se acercaba, él comenzó a debatirse en los espasmos de una pesadilla que ella sospechaba había sido provocada por el exceso de láudano.
Ella se sentó pesadamente sobre la cama, junto a él, que musitaba palabras en un idioma irreconocible para ella, salvo por algunas frases inteligibles.
—No —farfullaba él, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la almohada—. ¡No lo hagas! ¡No! —De repente sus manos se cerraron con fiereza alrededor de los brazos de ella.
La joven retrocedió bruscamente, sobresaltada. Pero él no le hizo daño, simplemente siguió aferrado a ella, que sabía que él no era consciente de lo que estaba haciendo.
—Shh —murmuró, tratando de calmarlo—. Está bien. Todo está bien.
—Sanji —dijo él con voz gutural, el rostro contraído de dolor—. Lo siento. Lo siento.
Lali podía oír el encendido arrepentimiento en la voz de él y se preguntó quién sería Sanji. ¿Tal vez uno de sus soldados, a quien no había podido salvar, como había sucedido con el hermano de ella?
—Estás perdonado. Ahora descansa.
Al aflojar él la presión, ella liberó sus brazos de un tirón, pero no se alejó. En cambio, tomó entre sus manos la mejilla de él, y pudo sentir la tensión del músculo. Él pareció calmarse mientras ella lo acariciaba, deslizando sus dedos a través del sedoso cabello de él mientras le susurraba suavemente. Luego le empapó la frente con un paño frío, y la piel estaba tan caliente que temió una infección.
Cuando estaba enjuagando el paño se volvió para encontrar fija en ella una mirada de ojos nublados por la droga.
—Ahora duerme —le dijo ella en voz baja—. Te sentirás mejor en la mañana.
La mano de él le rodeó la parte superior del brazo, tironeándola hacia delante hasta que estuvieron cara a cara, los senos de ella ruborizados contra el pecho de él. Luego, tomándola de la parte de atrás de la cabeza, atrajo hacia sí la boca de la joven. Ella no se resistió, no podía. Deseaba saber si lo que había sentido la primera vez había sido real, aun si él no se daba cuenta de lo que estaba haciendo.
Cerrando los ojos, se dejó llevar. La boca masculina se amoldó a la de ella, fuerte y suave a un tiempo, y la lengua se deslizó dentro para saborearla, para persuadirla.
El beso fue todo lo que ella había esperado, y más. Pero terminó demasiado pronto, cuando los dedos de él se deslizaron soltando el cabello de la joven y sus ojos se cerraron lentamente. Al minuto siguiente, estaba nuevamente dormido.
Lali dudaba que al llegar la mañana él recordara algo de lo que había sucedido. Pero ella tardaría en olvidarlo.
Peter despertó sintiéndose como si un punzón le hubiera atravesado el cráneo. Pequeños martillos golpeaban contra sus sienes y su boca sabía como si una rata se hubiese arrastrado a morir allí dentro. «Efecto del láudano», razonó su mente asediada. La droga preferida de los pobres.
Después de un rato la niebla empezó a disiparse. ¿Por qué había encima de su cabeza un dosel blanco traslúcido y una colcha con volantes lo cubría hasta la barbilla?
 
Si esto era el infierno, no era en absoluto como él lo había imaginado.
Se frotó los ojos y volvió a abrirlos. El dosel estaba aún allí. También el cubrecama. ¿Qué diantres estaba sucediendo? Recordaba vagamente a una mujerzuela llamada Sugar y un dolor que parecía quemarle el tobillo. Luego, el recuerdo de unos ojos verdes helecho penetró en su mente, la imagen vacilante de una chiquilla increíblemente imprudente. Él se había marchado de la taberna para hallarla. Y lo había conseguido (en gran detrimento de su persona).
En ese momento un extraño sonido retumbó en el oído de Peter y un calor húmedo se esparció por el costado de su cara. Cautelosamente, giró la cabeza y se encontró con un par de penetrantes ojos marrones del tamaño de platillos de té, que le miraban fijamente desde la cara de un perro gigantesco. Sus dientes eran enormes, su mandíbula lo suficientemente grande como para desgarrarle la tráquea.
El perro ladeó la cabeza y lo miró sin parpadear. Luego desplegó su larga lengua rosada y le baboseó la cara.
—Ten cuidado, maldito sabueso. —Peter se secó la mejilla con la mano—. Mira que en algunos países los perros son considerados un manjar exótico.
La amenaza no surtió efecto en el desconcertado animal y Peter prácticamente rodó fuera de la cama cuando el perro apoyó las patas delanteras sobre el colchón para olfatearle la ingle.
—A menos que seas una mujer disfrazada —dijo él alejando el hocico del perro con un ademán—, esa zona está estrictamente prohibida para ti. —Intentó espantar al animal de encima de la cama—. Dios mío, pesas tanto como un Clydesdale[1]. ¿Qué comes? ¿Clipers[2]? Abajo, tú...
El resto de la orden quedó en suspenso cuando el perro dejó escapar un aullido que sonó como proveniente de las mismísimas entrañas del Hades. Al minuto siguiente, la bestia estaba desparramada sobre Peter, tratando de meterse bajo las mantas y temblando con tal violencia que toda la cama se sacudía.
Un segundo más tarde el gato más feo que Peter había visto jamás apareció repentinamente sobre la mesita de noche, flexionando las garras y probando los afilados extremos sobre el cubrecama y provocando angustiados aullidos de parte del perro.
—¡Ay, Dios mío! —Una voz nueva se sumó al follón—. ¡Sadie, abajo! ¡Sassy, basta!
Esa voz... Peter espió por encima de la gran cabeza canina y se encontró con la golpeadora de cráneos de la taberna corriendo en su auxilio. La muchacha ahuyentó al gato, quien salió del cuarto pavoneándose, haciendo ondear la cola como la bandera de un barco de guerra.
El perro echó una mirada por el borde de la cama para asegurarse de que su némesis no estaba esperando para atacar antes de quitar su pesado cuerpo, lo cual eliminó todas las barreras entre Peter y la mujer, que lo miraba cautelosamente. Si antes le había parecido hermosa, era aún más impactante a la luz del día. El cabello negro se arremolinaba en una suave nube alrededor del rostro de la joven. Sus ojos eran luminiscentes y, mientras la miraba, el tono verde se oscureció. Cuando le había disparado ella estaba vestida con ropas de dormir. Ahora llevaba un sencillo vestido mañanero de color rosa pálido que acentuaba cada curva y hueco.
—Volvemos a encontrarnos —dijo él.
—Así es.
—¿No te parece fortuito que uno de nosotros esté ya en la cama? —Rodó sobre sí para apoyarse sobre un codo y dio una palmadita sobre el lugar junto a él—. ¿Te gustaría venir a hacerme compañía?
Ella lo ignoró.
—¿Cómo está su tobillo esta mañana?
Lucien echó una mirada al vendaje de lino envuelto prolijamente alrededor de su herida y luego miró de nuevo a su enfermera.
—Veo que todavía forma parte de mi cuerpo.
—¿Le duele?
Gracias a Dios, no sentía dolor. Sin embargo, no podía ponérselo tan fácil. Después de todo, ella le había disparado.
—Me duele bastante —mintió.
Ella frunció ligeramente las cejas.
—¿Quisiera más láudano?
—No. —En realidad la potente medicina tampoco hubiese sido necesaria la noche anterior. Al menos no para su herida—. ¿Tal vez podrías friccionarme la pierna? —sugirió.
Ella le echó una ojeada cargada de sospechas, y luego le miró la pierna. Peter notó que tocarlo no era precisamente uno de los anhelos más preciados de ella. La mayor parte de los hombres no considerarían eso una buena señal. Él sí.
Planeaba hacerse el inválido por todo el tiempo que le fuera posible. Era el castigo perfecto para ella y una retribución apropiada para calmarlo. Él percibía que la joven tenía dentro un gran caudal de pasión desaprovechado y tenía la intención de sacarlo a la luz.
Vacilante, ella se sentó sobre la cama, tan cerca del borde que él se sorprendió de que no se cayera. Se humedeció los labios, gesto que captó la atención de él y dio inicio a una lenta generación de calor en la ingle de Peter. Él recordaba vívidamente el dulce sabor de ella y la agradable sensación de tenerla entre los brazos.
Cerró los ojos mientras ella apoyaba las manos sobre él y empezaba a masajearle suavemente la parte inferior de la pierna. Sus dedos eran cálidos y sorprendentemente expertos.
Abriendo los ojos, él la observó y notó que ella no le sostenía la mirada.
—Entonces, ¿cómo te llamas, cielo?
Ella detuvo la asistencia y lo miró.
—¿No lo sabe?
—¿Cómo podría saberlo? Tampoco es que nos hayan presentado formalmente.
Le miró la pierna y se mordisqueó el labio inferior.
—¿Quién cree que soy?
Maldición. Ella se disponía a torturarlo.


—Aunque anoche este juego me pareció divertido, hoy no me siento con ganas de jugarlo. —Gruñó para darle fuerza a lo que decía y cambió de posición la pierna, complacido cuando ella volvió rápidamente a friccionarle los músculos—. El chaval de la caballeriza dijo que trabajabas aquí.
Ella levantó la cabeza de golpe.
—¿De verdad?
Peter se encogió de hombros evasivamente.
—Bueno, puede que no exactamente con esas palabras, pero esa era la idea. Así que imagino que estuviste en la taberna anoche para hacer algo de dinero extra. ¿No te pagan lo suficiente aquí?
Lali se quedó sin palabras. ¿Era posible que no se diera cuenta de que ella era su pupila? ¿Es que su hermano nunca se la había descrito?
Resultaba demasiado increíble para ser cierto, pero realmente parecía que él la había tomado por una criada (o por algo aún peor, aparentemente). Aunque debería sentirse ofendida, no podía culparlo. Era verdad que ella no se comportaba como la señora de la casa, ni se vestía como tal. No podía reparar una puerta rota de la caballeriza o una escalera podrida si llevaba puesto un primoroso vestido. De no haber sido por la inquietante manera en que él la había mirado la noche anterior, ahora llevaría puestos sus pantalones.
Se sobresaltó cuando de repente él le cogió un mechón entre los dedos.
—¿El problema es el dinero, cielo? Hay hombres que pagarían muy gustosamente para tenerte embelleciendo sus camas. Me incluyo.
Al igual que la noche anterior, la acercó hacia sí tomándola del cabello, hasta que estuvieron cara a cara. Ella se preguntaba si la besaría de nuevo. Y si deseaba que lo hiciera.
—Quizás si cerraras la puerta con llave —murmuró él—, podríamos discutir los detalles. Prometo hacer que valga la pena para ti.
Lali no podía dejar de observarlo, hipnotizada por su mirada y por el modo en que el color de sus ojos parecía cambiar de verde a azul.
—¿Me está haciendo una propuesta indecente, señor Kendall?
La sonrisa de él irradiaba pecado.
—Eso parece. No voy a negar que me atraes.
Lali apenas podía respirar. Él se sentía atraído por ella. Había supuesto que la noche anterior él simplemente había estado jugando con ella.
Nunca había sido el tipo de mujer que inspiraba pasión en los hombres, sino más bien amistad, como la que compartía con Maxi, aunque él había empezado a hablarle de matrimonio el año pasado. Pero sabía que él se sentía equivocadamente responsable de cuidarla ahora que Nico ya no estaba.
Maxi y el hermano de Lali habían sido amigos íntimos desde niños, a veces inseparables. Ahora que lo pensaba, era raro que Nico hubiese designado a un extraño como su tutor en vez de a su amigo más íntimo, quien hubiese sido la elección lógica que Lali podría haber aceptado con mucha más facilidad.
Pese a que Maxi disfrutaba de sermonear (como la mayoría de los hombres) él nunca hubiera interferido en sus planes. En realidad la había ayudado las últimas dos veces que Bodie había llegado con la marea de la medianoche a recoger el coñac y las telas francesas contrabandeados, aunque la transacción no se había concretado debido a la repentina aparición de los aforadores. De no haber sido por la densa niebla que a menudo cubría la playa en horas de la madrugada, podrían no haber escapado.
—¿Qué me dices, cielo? —la incitaba su paciente—. No se lo contaré a tu señora. Ambos podríamos pasarlo muy bien. Seguramente mi estancia aquí se volvería mucho más placentera.
Sin duda alguna.
—¿Usted no quería venir?
—No —respondió él sin vacilar—. Lo último que necesito es hacerme responsable de una mocosa demasiado excitable que ha aterrorizado a todas las institutrices que he enviado para cuidar de su bienestar.
El comentario le resultó hiriente a la joven.
—Quizás no le gustaba que usted interfiriera. O tal vez pensó que debería venir en persona, en vez de enviar mercenarias a hacer el trabajo sucio.
—Ella te dijo eso, ¿verdad? —Él arqueó una ceja y Lali se dio cuenta de que estaba revelando demasiado. Pero prosiguió como si su respuesta careciera de toda importancia—. Me costó muchísimo trabajo hallar esas institutrices. No fue fácil convencer a alguien de venir hasta esta roca desolada.
¡Vaya con este engreído condescendiente!
—Lo estaba pasando muy bien en Londres hasta que las rabietas de su excelencia interfirieron —añadió.
—Apostando, bebiendo y frecuentando mujerzuelas, supongo.
Ella había leído sobre sus diabluras en las páginas de escándalos. Recientemente le había ganado una importante propiedad al hijo de un conde.
—Más apostando que bebiendo y que frecuentando mujerzuelas —dijo él, acariciándole la mejilla con el pulgar y haciéndole estremecer toda la piel—. Pocas me han interesado de verdad. Pero tú... tú tienes fuego. Haríamos una buena pareja. Tú tienes una necesidad y yo la capacidad de satisfacerla.
Lali no era capaz de pensar con él tocándola de ese modo. La seducía con demasiada facilidad. Se puso de pie abruptamente y caminó hasta los pies de la cama para quitarle el vendaje.
—Entonces, ¿qué planea hacer con su pupila ahora que está aquí?
—Planeo ocuparme de ella y hacerle saber exactamente cómo serán las cosas a partir de este momento. No toleraré la desobediencia.
Sus palabras confirmaron los temores de Lali.
—¿Y si a ella no le gusta el tipo de disciplina que usted impone?
—Aprenderá a que le guste —respondió él con sombría determinación.
—Quizás cree que es capaz de cuidarse sola.
—Si hubiera sido capaz de semejante hazaña, yo no estaría aquí. Ha logrado ahuyentar a dos institutrices perfectamente saludables.
Lali tuvo que morderse la lengua. Atila el Huno hubiese sido una mejor institutriz que cualquiera de las que su tutor había enviado.
—Yo diría que esa muchachita necesita un buen par de nalgadas —dijo él, como si estuviese pensando seriamente en hacer efectivo el castigo.
Lali sintió enojo ante lo ridículo del comentario.
¿Y supongo que está usted pensando en dárselas?
—Si fuera necesario.
—Lamento desilusionarlo, pero ella está demasiado crecida para ese tipo de castigos (y le arrancaría los ojos antes de que se pusiera usted a tiro).
Él la miró, entrecerrando los ojos.
—¿Qué quieres decir con «demasiado crecida»? ¿Cuántos años tiene?
A duras penas Lali logró contener una sonrisa de suficiencia al responder:
—Veinte.
—¡Veinte! —La joven retrocedió de un salto cuando el cubrecama cayó al piso al balancear él las piernas fuera de la cama, soltando algunas palabrotas cuando su píe herido tocó el suelo—. ¡Dios mío! ¡Esto sí que tiene gracia! —Se pasó una mano por el pelo—. ¿Por qué nadie me lo dijo?
Lali no había esperado que su comentario provocara una respuesta así.
—Quizás lo habrían hecho si usted hubiese preguntado.






 

Él le lanzó una mirada de enojo que le confería un aspecto realmente formidable. Y al sentarse derecho, parecía bastante corpulento y peligroso también.
—¿Y qué se supone que voy a hacer yo con una muchachita de veinte?
—Actúa usted como si ella fuera una arpía malvada.
—Por mí da igual, ya que voy a casarla.
Al oír esta última afirmación, Lali sintió una opresión en el pecho:
—¿Casarla?
—¿Qué más voy a hacer con ella? —Él se frotó la nuca, luego se detuvo abruptamente y frunció el ceño—. Anoche había una muchacha rubia. Alta y extraordinariamente guapa. ¿Era ella?
—¿Si era quién?
Él la miró con irritación e impaciencia.
—Tu señora, Lady Mariana.
Había llegado la hora de la verdad.
—¿Y si lo fuese? —preguntó evasivamente. «Alta y extraordinariamente guapa.» A Lali nunca le había molestado la belleza de su amiga, pero en ese momento se sentía visiblemente poco atractiva comparada con Rocio.
—Entonces tendría que preguntarme por qué ningún hombre la ha pedido en matrimonio. Parece un ángel.
—Un ángel que quería usted estrangular hace menos de cinco minutos —le recordó Lali.
Él se encogió de hombros.
—Estaba enojado.
Lali dudaba de que ese enojo se hubiera aplacado con tal prontitud si Rocio hubiese sido un duende repugnante.
—Ayúdame a levantarme —dijo luego él, alargando el brazo—. Quiero ver cómo es este agujero infernal a la luz del día.
La ira movió a Lali a atravesar la distancia que había puesto entre ellos, con la mente ocupada en imaginar a este hombre como un muñequito de vudú al que clavaba grandes alfileres en el trasero.
—Despacio, cariño —murmuró él, riendo entre dientes mientras ella, con un movimiento brusco, le pasaba el brazo alrededor de la cintura ayudándolo a ponerse de pie, toda una hazaña considerando que estaba a punto de desplomarse bajo el peso de él—. Ayúdame a llegar hasta la ventana. —Empezó a cojear junto a ella, pasándole el brazo por encima de los hombros.
La intimidaba tenerlo tan cerca y él no cedía ni un par de centímetros de aire respirable.
Él corrió las finas cortinas para mirar fuera. El sol matinal había revestido el mar con reflejos dorados, las olas provocadas por la tormenta de la noche anterior remataban en espumosos picos, enviando remolinos de arena al aire y luego de regreso al suelo para ahogar a los juncos y sauces.
Lali miró al hombre de pie a su lado.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
Él bajó hacia la muchacha unos ojos de expresión cálida y ligeramente irónica.
—Mi respuesta hubiese sido muy diferente si me lo hubieras preguntado ayer.
—¿Por qué?
—Porque ayer no tenía razón alguna para demorarme sin necesidad.
Lali tembló por dentro por el significado de esas palabras. Sus pensamientos eran contradictorios. Una parte de ella quería decirle que la mujer que él deseaba era la misma de la que no veía la hora de librarse. Ella no debería desear que su estancia se prolongara más de lo necesario. Nada bueno podía resultar de tal situación. Tenía cosas que hacer y él sólo sería un obstáculo. Pero para gran desazón suya, él ya la tenía fascinada: ese modo de moverse, con la gracia sutil de un depredador; su perfume, mezcla de whisky, humo y cuero; su físico, que parecía especialmente diseñado para albergar un cuerpo de mujer, firmeza contra suavidad, piel morena contra piel clara.
Debería decirle la verdad y que él siguiera con su vida lo más pronto posible. Pero confesar su verdadera identidad no le allanaría para nada el camino. En dos días se reuniría nuevamente con Bodie y el nuevo cargamento sería de gran ayuda para reunir el dinero y saldar la deuda que pesaba sobre su hogar. Necesitaba desesperadamente esas mercancías. Dado que los dos últimos encuentros habían fracasado, no podía permitir que su tutor interfiriera en éste.
—No logrará nada retrasando su partida. —Si ella no lograba tomar una decisión acerca de qué hacer, al menos tenía que aclararle que entre ellos no sucedería lo que él pensaba, fuera lo que fuese—. Lo mejor es que haga usted lo que vino a hacer y siga su camino.
Su media sonrisa revelaba que no había logrado disuadirle.
—Entonces así son las cosas ¿verdad?
—Así son las cosas —respondió ella inequívocamente, mirándole a los ojos.
—Podría hacerte cambiar de opinión —la desafió él con voz seductora, haciéndola girar para mirarlo. Su camisa había perdido varios botones de modo que ella se halló mirándole directamente el pecho. Poniéndole un dedo debajo de la barbilla, él le hizo alzar la cabeza—. En realidad, me siento obligado a intentarlo.
Sólo pensar en lo que él podía hacer era demasiado inquietante.
—Perdería su tiempo —dijo ella serenamente.
—Quizás. Pero tiempo es lo que me sobra en este momento. Vas a cuidarme hasta que recobre mi salud, ¿no es verdad?
—Yo lo veo de lo más saludable.
—Pues te equivocas. Creo que mi recuperación llevará un tiempo considerable. Espero que puedas con la tarea.
Lali cambió de tema antes de que él la descubriera:
—¿Quién es Sanji? —preguntó.
Se quedó petrificado, con expresión tensa y desorientada.
—¿Pasaste la noche aquí conmigo?
Más que una pregunta, sus palabras eran una acusación.
—Necesitaba asegurarme de que usted no sucumbiera a la fiebre o a una infección.
—¿Y qué dije?—preguntó él.
Lali meneó la cabeza.
—Nada, sólo farfulló ese nombre. Pero en ese momento estaba dominado por «los del Otro Mundo».
Durante un momento, él permaneció observando un punto fijo por encima del hombro de ella, como si su mente anduviera lejos de allí. Luego, lentamente, su mirada bajó hacia la joven.
—¿«Los del Otro Mundo»?
—Espíritus —explicó ella—. Espíritus que atormentaban su sueño.
—No creo en esas cosas.
Lali se sintió tonta por haber sacado a relucir el tema. Seguramente él no entendería.
—La gente de por aquí tiene mucha fe en sus supersticiones. Creen que hay una forma de librarse de casi todo lo que a uno le aflige.
—¿Incluso de «los del Otro Mundo»? —preguntó él, dibujando lentamente una sonrisa; lo que fuera que le había estado molestando había desaparecido.
Ella asintió.
 
—Todo lo que hay que hacer es atravesar gateando las piedras puestas en círculo en Men-an-Tol[1], o bañarse en las aguas de Madron Wells.
—Interesante. ¿De qué otras extrañas costumbres debería estar al tanto?
Lali no estaba segura de si él realmente quería saber o si estaba burlándose de ella. Su abuela le había enseñado estas tradiciones y leyendas y, si bien rechazaba algunas por considerarlas ridículas, se tomaba en serio la mayoría porque habían sido parte de las creencias de su abuela.
—Si alguien sufre de locura —dijo ella con mordacidad—, entonces debe ser sumergido en un estanque por los hombres más fuertes del condado hasta haberse curado de la demencia.
Los ojos de él brillaron divertidos.
—Demencia, ¿eh? Pues quizás tienes razón. Tendría que estar loco para querer quedarme aquí. ¿Lo próximo que harán será empujarme desde el acantilado? —Le acarició ligeramente el brazo y Lali se soltó.
—Vamos, métase otra vez en la cama.
Su prontitud en obedecer debió haber sido una advertencia suficiente. Como era de esperar, al ayudarle a reclinarse nuevamente contra las almohadas, quedaron demasiado cerca el uno del otro.
—Creo que va a gustarme guardar cama. ¿Estás segura de que no quieres guardar cama conmigo?
—No habría suficiente lugar para mí y su ego inflado.
—Bien —dijo él, con un suspiro de mártir—, parece que me has puesto en mi lugar. También me parece que he pospuesto lo inevitable tanto como pude. Tráeme a tu señora, si eres tan amable.
El pánico invadió los sentidos de Lali.
—¿A mi señora? —Tragó saliva, con la garganta reseca y anudada—. Cre... creo que está tomando las aguas.
—¿Tomando las aguas?
—Sí, hay una fuente de aguas termales en el lado oeste de la propiedad. Podría pasarse horas allí.
—Entonces envía a alguien a buscarle.
«Mula cabezota», pensó Lali, rogando que él no se impacientara y decidiera salir de la habitación. Tenía que reunir a las tropas y obtener el consenso de todos para... bueno... para mentir, básicamente.
Conociendo cuáles eran los planes de su tutor para ella, no tenía otra opción que engañarle, al menos hasta poder asegurar el dinero que necesitaba para saldar la deuda de su abuela. Giró sobre sus talones para marcharse, pero él la cogió del brazo:
—No me has dicho tu nombre. Recuerdo haber preguntado, pero sigo sin recibir respuesta.
Lali buscó un nombre apropiado.
—Mary —dijo—. Mary... Purdy.
Él meneó la cabeza.
—No.
—¿Qué quiere usted decir con «no»?
—Mary no va contigo.
—Pues es mi nombre.
—Entonces supongo que tendré que hallarte uno mejor. —Pensó por un segundo y luego sonrió—. Ya sé: te llamaré Ángel. Mi ángel de misericordia, que viene a aliviarme con una mano y a abofetearme con la otra.
Ay, sí que le gustaría abofetearle.
—Ahora que hemos resuelto eso, sé buena y ve a llamar a tu señora. Pero, Ángel —pronunció el nombre complaciéndose en provocarla, mientras ella liberaba su brazo—, no te alejes. Soy un inválido ¿recuerdas?
Lali desearía haber tenido algo para arrojar a esa cabeza arrogante, pero lo único que conseguiría sería arruinar una querida chuchería. Ya le había golpeado con una piedra, amenazado con un atizador, disparado en la pierna, ¿y dónde la había conducido todo eso? ¡A su insostenible situación actual, ahí era donde la había conducido!
Lo mejor que podía hacer era mantener la cabeza en alto y la dignidad intacta mientras daba un sonoro portazo y la risa masculina la seguía por el corredor.

—¿Qué locura puede haberte poseído, querida, para decirle al hombre semejante mentira?
Lali tenía enfrente a las tres personas del mundo que más le importaban y sentía flaquear su determinación. Lo que les proponía parecía ahora mucho más descabellado que cuando se le había ocurrido.
—No veo otra alternativa —respondió—. No puedo permitir que su repentina aparición altere todos mis planes. ¿Cómo voy a encontrarme con Bodie si el señor Lanzani está vigilándome todo el tiempo? Además, no está de un ánimo demasiado generoso para conmigo en este momento (no le extrañaría que aquel miserable la encerrara en su habitación, sólo para fastidiarla).
—Su disposición hacia ti será mucho menos generosa si descubre lo que estás haciendo —dijo Rocio, siempre la voz de la razón.
Lali suspiró y miró a su amiga, que llevaba un encantador vestido floreado de muselina que combinaba con sus ojos y cuya cintura alta acentuaba su torso esbelto y sus generosos pechos. Sin siquiera proponérselo, encarnaba las cualidades de una mujer bien criada, aunque Rocio había sido tan marimacho como Lali. La diferencia era que Lali nunca había dejado atrás su impulsividad.
—Él ya cree que tú eres yo —le recordó a su amiga—. De manera que ésta es la solución perfecta a todos nuestros problemas. Puedo seguir encontrándome con Bodie y tú puedes cautivar y distraer a nuestro huésped. —Desechó la imagen que sus palabras le trajeron a la mente—. Sabes todo lo que hay que saber sobre mí. Jasper y Olinda pueden ayudarnos a mantener las apariencias. Y de verdad, me haría sentir mejor el saber que hay alguien más vigilándote además de nosotros tres.
 
—No sé —Rocio parecía pensativa—. Parece demasiado arriesgado y el señor Kendall no me da la impresión de ser la clase de hombre que reacciona bien ante un engaño.
Lali no tenía dudas acerca de esto último. Su tutor era un hombre formidable. Si no fuera tan molesto, podría admitir que su hermano había elegido un protector inigualable. Era un ex militar, perteneciente a la élite de la caballería liviana. Y no había desarrollado todos esos músculos levantando libros.
Recordaba la carta que él había enviado informando de la muerte de su hermano, el remordimiento que se traslucía en cada una de sus palabras. Con cuánta elocuencia había hablado de la valentía de Nico en el cumplimiento del deber. Habían sido atacados ferozmente durante las semanas que siguieron a la última carta que Nico le había enviado a Lali. Su hermano había salvado la vida de otro hombre, era un héroe, decían. Pero ella hubiera preferido tener de regreso a un Nico sano y salvo que a un héroe muerto. Para la joven él siempre había sido un héroe.
—¿Cuántas excursiones más a la ensenada espera tener que hacer, señorita? —preguntó Jasper.
—Tres, como máximo cuatro. No he querido arriesgarme a ser descubierta haciendo que Bodie venga con demasiada frecuencia, pero supongo que tendremos que correr el riesgo. —Lali tomó aire para calmarse y se encontró con la mirada preocupada de Rocio—. Su amo y señor la espera, Lady Esposito
Lali se paseaba de arriba abajo por el pasillo fuera de su habitación, dentro de la cual estaban en ese momento su mejor amiga y su tutor. ¿Qué estaban haciendo allí dentro? ¿Y por qué tardaban tanto?
Se mordía las uñas, con la mirada moviéndose continuamente hacia la puerta cerrada. ¿Creería Peter que Rocio era su pupila? ¿Y si le hacía alguna pregunta que ella no podía responderle?
Lali se llevó un tremendo susto cuando la puerta se abrió de repente y salió Rocio, con la sonrisa que había dibujado sobre su rostro al entrar a la guarida del león desdibujándose tan pronto como la puerta se hubo cerrado tras ella.
—¿Qué pasó? —preguntó Lali en un apresurado susurro—. ¿Qué dijo?
Rocio la cogió del brazo y la alejó de allí. Una vez que estuvieron fuera del alcance del oído de él, dijo:
—Creo que salió todo bien. Estoy bastante segura de que cree que yo soy tú. Como no sabe mucho sobre ti, no pudo sondear gran cosa. Aunque sí comentó qué distintos somos físicamente Nico y yo.
—Pues Nico y yo tampoco éramos parecidos. Su cabello era rojo oscuro y tenía los ojos más tirando a avellana que a verdes. Se parecía a nuestra familia materna. —Lali calló. La atención de Rocio parecía haberse dispersado—. ¿Ha sucedido algo? —preguntó, repentinamente preocupada.
—¿Mmm? —parpadeó Rocio, y luego la miró, con aire confundido—. ¿Si ha sucedido el qué?
—Parecías inmersa en tus pensamientos.
—Sólo estaba pensando lo increíblemente guapo que es el señor Lanzani, aunque su cabello es realmente demasiado largo y salvaje para lo que se acostumbra. Y creo que alguna vez ha usado un zarcillo. Me atrevo a decir que es verdaderamente impactante para los sentidos de una chica.
—Sí —farfulló Lali. Rocio y Peter harían una pareja maravillosa. La altura y los rasgos morenos de él serían el complemento ideal para la figura de sílfide y la suavidad de diosa rubia de ella.
—Parece haber quedado fascinado por ti —dijo Rocio, mirando atentamente a su amiga.
A Lali no le gustó nada el ligero brinco que dio su corazón.
—¿Eh? —respondió, arreglándoselas para dejar traslucir sólo una leve curiosidad.
—Preguntó dónde estabas y cuánto tiempo habías trabajado para mí, y hábilmente deslizó una pregunta acerca de si estabas involucrada con alguien. A mí eso me suena sin lugar a dudas como interés. ¿Estás segura de que entre vosotros no hubo otra cosa que un desafortunado encuentro en la taberna?
No era propio de Lali ocultarle algo a su mejor amiga, pero simplemente no estaba lista para confesar lo del beso (los besos, en realidad) entre ella y su tutor.
—Nada —respondió, esperando que un trueno proclamara su mentirilla.
Rocio parecían no creerle demasiado, pero todo lo que dijo fue:
—Está esperándote. —Entonces un bramido hizo vibrar las paredes y ella agregó riendo entre dientes—. Impaciente, al parecer. ¿Debería hacer de carabina?
Lali estuvo a punto de asentir. Su tutor tenía un lado travieso y dudaba de que fuera a comportarse, pero el llevar «refuerzos» sólo serviría para divertir al granuja. Además, se suponía que ella era una criada, lo cual cambiaba bastante las reglas. Ahora que había hecho la proverbial cama, tendría que yacer en ella.[1]
Y mientras se encaminaba hacia la puerta de su habitación, con la espalda rígidamente erguida y la cabeza en alto, pensaba que a su tutor esa analogía le hubiera parecido muy graciosa.






3 comentarios:

  1. me encanto el cap por dios lali no le deberia mentir si no desirle la verdad, como extranaba la novela espero el proximo

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  2. ME ENCANTOO ESTA NOVE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! ♥

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