Chicas aca les dejo el primer cap bien larguito!!
y os agradezco por seguir firmando y leyendo no tengo palabras para agradecerles :)
1989
La
noche anterior a la boda de Vico de Alessandro, una tormenta de verano asoló la
bahía de Puget Sound, en Seattle, estado de Washington. Pero a la mañana
siguiente ya habían desaparecido las nubes grises, dejando paso a la
espectacular vista de Elliot Bay y la silueta de la ciudad de Seattle. Algunos
de los invitados de Vico levantaron la mirada hacia el cielo despejado, y se
preguntaron si Vico controlaría a la madre naturaleza de la misma forma que
controlaba su imperio naviero. Se preguntaron si podría controlar a su joven
prometida o si sería para él otro más de sus juguetes, como el equipo de
hockey.
Mientras
los invitados esperaban a que diera comienzo la ceremonia, bebían de las copas
aflautadas de champán y especulaban sobre si el matrimonio duraría hasta
diciembre. La mayoría opinaba que no duraría tanto.
Peter
Lanzani ignoró los murmullos que había a su alrededor. Tenía preocupaciones más
importantes. Se llevó la copa de cristal a los labios y dio cuenta del escocés
de cien años como si fuera agua. Sentía un zumbido en la cabeza. Le palpitaban
los ojos y le dolían los dientes.
Probablemente
había estado en el infierno la noche anterior, aunque no lograba recordarlo.
Desde
su posición en la terraza, bajó la mirada hacia el brillante césped verde
recién cortado, los macizos de flores inmaculados y las fuentes burbujeantes.
Los invitados vestidos de Armani o Donna Karan caminaban sin rumbo entre las
sillas blancas adornadas con flores y cintas con algún tipo de capullos rosas.
La
mirada de peter se movió hacia un grupo de compañeros de equipo que, incómodos
con los trajes azul marino y los mocasines, parecían fuera de lugar. Daba la
impresión de que no tenían más ganas que él de alternar con la alta sociedad de
Seattle.
A su
izquierda, una mujer delgada con un elegante vestido color lavanda y zapatos a
juego se sentó detrás de un arpa, se apoyó el instrumento en el hombro y
comenzó a tocar; los sonidos apenas disimulaban los ruidos provenientes de la
bahía de Puget Sound. Lo miró y le dedicó una sonrisa invitadora que él
reconoció de inmediato. No le sorprendió el interés de la mujer y, a propósito,
dejó vagar la mirada por su cuerpo. A los veintiocho años, John había estado
con mujeres de todas las formas y tamaños, de todas las clases sociales y
diferentes grados de inteligencia. No era reacio a nadar en todas las aguas,
pero no le gustaban demasiado las mujeres huesudas. Aunque la mayoría de sus
compañeros de equipo ligaban con modelos, a peter le gustaban más las curvas
suaves. Cuando tocaba a una mujer, le gustaba palpar carne no hueso.
La
sonrisa de la arpista se hizo más coqueta y John apartó la mirada. No era sólo
que la mujer fuera flaca, sino que además odiaba la música de arpa casi tanto
como las bodas. Había sufrido el matrimonio dos veces en sus propias carnes y
en ninguno de los dos casos había sido una experiencia agradable. De hecho, la
última vez que lo había intentado había sido en Las Vegas hacía seis meses,
cuando se había despertado en una suite de luna de miel rodeado de terciopelo
rojo y casado con una artista de striptease llamada
DeeDee Delight. El matrimonio no había durado más que la noche de boda. Y la
puta realidad era que no podía recordar si DeeDee había sido encantadora.
—Gracias
por venir, hijo. —El dueño de los Seattle Chinooks se acercó a peter desde
atrás y le palmeó el hombro.
—Creía
que no tenía otra elección —respondió, bajando la mirada a la cara arrugada de Vico
de Alessandro.
Vico se
rió y continuó caminando por el ancho camino de adoquines. Con su esmoquin gris
plata era el vivo retrato de la opulencia. Bajo el sol del mediodía Vicol
parecía exactamente lo que era: un miembro del «Fortune 500» que podía
permitirse el lujo de poseer un equipo profesional de hockey y comprarse una
esposa mucho más joven que él.
—¿Te
presentó ayer por la noche a la mujer con la que va a casarse?
peter
miró por encima del hombro al más novato de sus compañeros de equipo, agus
sierra. Los cronistas deportivos habían comparado a agus con James Dean por su
aspecto y por el temerario comportamiento que exhibía sobre el hielo. Era eso
último lo que más valoraba peter.
—No
—contestó mientras sacaba las Ray-Ban del bolsillo de la camisa—. Me fui
temprano.
—Pues
es bastante joven. Unos veintidós años.
—Es lo
que había oído. —Se apartó para dejar paso a un grupo de señoras mayores camino
de las escaleras. Siendo como era un mujeriego empedernido, no podía dárselas
de moralista arrogante, pero le resultaba patético y enfermizo que un hombre de
la edad de Vico se casara con una mujer a la que le llevaba más de cuarenta
años.
agus le
hincó a peter el codo en el costado.
—Y
tiene unos pechos que podrían hacer que un hombre mendigara por el suero de su
leche.
peterse
puso las gafas de sol y sonrió a las señoras que volvieron la mirada hacia agus.
No había sido demasiado discreto al describir a la prometida de Vico.
—Te
criaste en una granja, ¿no?
—Sí, a
cincuenta millas de Madison —dijo el joven con orgullo.
—Ya,
pues yo no diría esas cosas sobre el suero de la leche si fuera tú. Las mujeres
tienden a tomarse bastante mal que las compares con vacas lecheras.
—Sí. —agus
se rió y negó con la cabeza—. ¿Qué crees que ve esa chica en un hombre lo
suficientemente viejo como para ser su abuelo? Quiero decir que no es fea, ni
gorda, ni nada parecido. De hecho, está muy buena.
Con
veinticuatro años, agusno sólo era menor que peter, sino que era, obviamente,
más ingenuo. Iba camino de ser el mejor portero de la NHL, la Liga Nacional de
Hockey, pero tenía la mala costumbre de parar el disco con la cabeza. En vista
de la última pregunta estaba claro que necesitaba un casco más grueso.
—Echa
un vistazo alrededor —contestó John—. La última noticia que tuve fue que la
fortuna de Vicol rondaba los seiscientos millones.
—Sí,
pero el dinero no puede comprarlo todo —refunfuñó el portero mientras empezaba
a bajar las escaleras. Se detuvo para preguntarle por encima del hombro—:
¿Vienes?
—No
—respondió peter. Se metió un cubito de hielo en la boca, luego dejó el vaso
sobre una maceta, mostrando el mismo desinterés por el caro cristal de Baccará
que había mostrado por el whisky. Había hecho acto de presencia en la fiesta de
la noche anterior; había dado la cara ese mismo día. Por su parte ya había
cumplido, no tenía pensado quedarse durante mucho más tiempo—. Tengo una resaca
impresionante —dijo mientras descendía las escaleras.
—¿Adónde
vas?
—A la
casa que tengo en Copalis.
—Al
señor alessandro no va a gustarle.
—Qué
pena —fue el comentario despreocupado de peter cuando rodeó la mansión de
ladrillo de tres pisos dirigiéndose hacia el Corvette del 66 que estaba aparcado
enfrente. El descapotable había sido el regalo que se había hecho a sí mismo un
año antes, al fichar por los Chinooks firmando un contrato millonario con el
equipo de hockey de Seattle. peter amaba su Corvette clásico. Adoraba aquella
gran máquina y todo su poderío. Ya se imaginaba quemando rueda sobre la
autopista.
Cuando
se despojó de la chaqueta azul, un destello rosado en lo alto del camino
adoquinado reclamó su atención. Lanzó la chaqueta al asiento de atrás del
brillante coche rojo y se detuvo para observar a la mujer que, con un corto
vestido rosa, se escabullía entre las macizas puertas dobles. Golpeó el neceser
beige contra la dura madera y una corriente de aire le alborotó docenas de
tirabuzones oscuros sobre los hombros desnudos. Parecía envuelta en raso desde
las axilas hasta la mitad de los muslos. El largo lazo blanco que adornaba el
corpiño del traje hacía poco por ocultarle el pecho. Tenía las piernas largas y
bronceadas, y calzaba unas sandalias de tacón alto sin correas.
—Oiga,
señor, espere un momento —lo llamó jadeante con un acento claramente sureño.
Los tacones de sus ridículos zapatos hacían un ligero «clic-clic» mientras
bajaba a saltitos la escalera. El vestido era tan ceñido que tenía que
descender de lado y, con cada paso apresurado, le presionaba los pechos que
sobresalían por la parte superior.
peter
pensó en decirle que se detuviera antes de lastimarse. Pero lo único que hizo
fue cambiar el peso de un pie a otro, cruzar los brazos y esperar hasta que se
paró al otro lado del coche.
—Creo
que no debería correr con eso —aconsejó.
Bajo
dos cejas perfectamente arqueadas, unos ojos verde pálido se clavaron en los de
él.
—¿Es
usted uno de los jugadores de hockey de Vico? —preguntó, quitándose las
sandalias y agachándose para recogerlas. Algunos de los brillantes rizos
oscuros se le deslizaron sobre los hombros bronceados y le rozaron la parte
superior de los pechos y el lazo blanco.
—peter
lanzani —se presentó. Con esos labios exuberantes que invitaban a besarlos y
ojos brillantes, le recordaba al mito sexual favorito de su abuelo: Rita
Hayworth.
—Necesito
salir de aquí. ¿Puedes llevarme?
—Claro.
¿A dónde te diriges?
—A
cualquier sitio lejos de aquí —contestó ella, lanzando el neceser y los zapatos
al suelo del coche.
Una
sonrisa se insinuó en los labios de peter mientras se deslizaba en el Corvette.
No había planeado tener compañía, pero tener a Miss Enero en el coche no era
tan malo. Cuando ella se acomodó en el asiento del pasajero, arrancó el motor y
se puso en marcha. Se preguntó quién era y por qué tenía tanta prisa.
—Oh,
Dios —gimió ella mientras miraba cómo se alejaban de la casa de Vico—. Dejé a mery
allí sola. Fue a recoger su ramo de lilas y rosas, ¡y salí corriendo!
—¿Quién
es mary?
—Mi
amiga.
—¿Estabas
invitada a la boda? —preguntó. Cuando ella asintió con la cabeza, peter imaginó
que sería una dama de honor o algo por estilo. Aceleró al llegar a los abetos y
cuando atravesaron un camino de granjas con rododendros rosados, la estudió por
el rabillo del ojo. Un bronceado saludable le teñía la piel suave y, al mirarla
bien, se dio cuenta de que era más bonita de lo que había pensado en un
principio, y bastante más joven.
Ella
miró hacia delante otra vez, el viento le alborotó el pelo que le revoloteó
sobre la cara y los hombros.
—Oh,
Dios mío. Esta vez he metido bien la pata —gimió, alargando las vocales.
—Si
quieres te llevo de vuelta —ofreció él, preguntándose qué habría sucedido para
que esa mujer dejara plantada a su amiga.
Ella
negó con la cabeza, y las perlas que colgaban de sus pendientes le rozaron
suavemente la mandíbula.
—No, es
demasiado tarde. Ya lo hice. Quiero decir, hace un rato que lo hice... o sea,
esto... es algo que ya está hecho.
peter
centró la atención en la carretera. En realidad, que la mujer derramara lágrimas
no le molestaba demasiado, pero odiaba la histeria y tenía el mal
presentimiento de que esa mujer estaba a punto de ponerse histérica en su
presencia.
—Eh...
¿cómo te llamas? —preguntó, esperando evitar una escena.
Ella
inhaló profundamente, tratando de soltar el aire lentamente mientras se
apretaba el estómago con una mano.
—mariana,
pero todo el mundo me llama lali.
—Bien,
¿lali qué?
Ella se
colocó la palma de la mano en la frente. Llevaba la manicura francesa.
—esposito.
—¿Y dónde vives, lali esposito?
—En
McKinney.
—¿Justo
al sur de Tacoma?
—Acabaré
por lamentarlo —gimió, respirando agitadamente—. No puedo creer lo que he
hecho. No quiero creerlo.
—¿Te
estás mareando?
—Creo
que no —sacudió la cabeza y tomó aire—. Pero no puedo respirar.
—¿Estás
hiperventilando?
—No...
Sí... ¡No lo sé! —Lo miró con ojos asustadizos y húmedos. Comenzó a arañar con
los dedos la tela de raso que le cubría las costillas y el dobladillo del
vestido se le subió un poco más por los muslos suaves—. No me lo puedo creer.
No me lo puedo creer —gimió entre grandes hipidos entrecortados.
—Pon la
cabeza entre las rodillas —le ordenó, mirando brevemente a la carretera.
Ella se
inclinó un poco hacia adelante, luego se dejó caer hacia atrás en el asiento.
—No
puedo.
—¿Por qué
demonios no puedes?
—¡Tengo
el corsé demasiado apretado... ¡Dios mío! —Su arrastrado acento sureño se hizo
más acusado—. La he liado bien esta vez. No me lo puedo creer... —continuó con
la letanía ya familiar.
peter
empezaba a pensar que ayudar a marians no había sido tan buena idea después de
todo. Pisó hasta el fondo el acelerador, impulsando el Corvette a través del
puente que cruzaba por encima de la bahía de Puget Sound y rápidamente dejaron
atrás Bainbridge Island. Las sombras verdes se deslizaron cada vez más rápido
mientras el Corvette recorría la autopista 305.
—mery
no me lo perdonará nunca.
—No me
preocuparía por tu amiga —dijo, un tanto decepcionado de que su acompañante
fuera tan blandengue como un cruasán—. Vicol le comprará algo bonito y se
olvidará de todo lo demás.
Ella
frunció el ceño.
—Creo
que no —dijo.
—Seguro
que lo hará —infirió peter—. Probablemente la llevará a uno de esos sitios tan
caros...
—Pero a
mery no le gusta Vico. Piensa que es un viejo verde.
A peter
se le erizaron los pelos del cogote y tuvo un presentimiento muy, pero que muy
malo.
—¿Pero mery
no es la novia?
Ella
clavó los ojos grandes y verdes en él y sacudió la cabeza.
—La
novia soy yo.
—No
tiene gracia, mariana.
—Lo sé
—gimió—. ¡No puedo creer que plantara a Vico en el altar!
El nudo
en la garganta de peter se le subió a la cabeza, recordándole la resaca. Pisó
el freno y desvió el Corvette a la derecha, deteniéndolo a un lado de la
carretera. mariana cayó contra la puerta donde se sujetó con ambas manos.
—¡Jesús!
—peter aparcó de forma brusca el coche en el arcén y se quitó las gafas de
sol—. ¡Dime que estás bromeando! —exigió, lanzando las Ray-Ban al salpicadero.
No quería ni imaginar qué pasaría si realmente estaba atrapado con la novia
fugitiva de Vico. Pero entonces supo que ni siquiera tenía que imaginárselo,
sabía lo que pasaría. Lo traspasarían a otro equipo en menos que canta un
gallo. Y a él le gustaban los Chinook. Le gustaba vivir en Seattle. Lo último
que quería era que lo traspasaran.
mariana
se enderezó y negó con la cabeza.
—Pero
no vas vestida de novia. —Se sentía estafado y la apuntó con un dedo acusador—.
¿Qué clase de novia no lleva puesto un maldito vestido de novia?
—Éste
es un vestido de novia —cogió el dobladillo y, con modestia, trató de tirar de
él hacia abajo. Pero el vestido no había sido creado para ser modesto. Cuanto
más tiraba hacia las rodillas, más se deslizada sobre sus senos—. Sólo que no
es un vestido de novia tradicional —explicó mientras agarraba el lazo blanco y
tiraba del corpiño hacia arriba otra vez—. Después de todo, Vico ha estado
casado cinco veces y pensó que un traje blanco sería de mal gusto.
Aspirando
profundamente, peter cerró los ojos y se pasó una mano por la cara. Tenía que
deshacerse de ella, y rápido.
—Vives
al sur de Tacoma, ¿no?
—No.
Soy de McKinney, McKinney, Texas. Hasta hace tres días no conocía Oklahoma
City.
—Esto
se pone cada vez mejor —se rió sin humor y empezó a considerarla como un
paquete bomba a punto de estallarle en la cara—. Tu familia está aquí para la
boda, ¿no?
De
nuevo ella negó con la cabeza.
peter
frunció el ceño.
—Naturalmente.
—Creo
que sí que estoy mareada.
peter
saltó del coche y corrió al otro lado. Si iba a vomitar, prefería que no lo
hiciera en su Corvette nuevo. Abrió la puerta y la agarró por la cintura, y si
bien peter medía uno noventa, pesaba noventa y cinco kilos y placaba fácilmente
a cualquier jugador contra la barrera, transportar a mariana esposito desde el
coche no fue tarea fácil. Era más pesada de lo que parecía y, al sentirla bajo
las manos, le dio la impresión de que la habían metido a presión en una lata de
sopa.
—¿Vas a
vomitar? —le preguntó por encima de la cabeza.
—Creo
que no —contestó, y lo contempló con ojos suplicantes. Había estado con las
suficientes mujeres para saber cuándo tenía la rabia en casa. Reconoció la
casta «ámame-aliméntame-encárgate de mí». Ronroneaban y se rozaban como gatas
en celo y, aparte de hacer aullar a un hombre, no eran buenas para nada más. La
ayudaría a llegar a donde quisiera ir, pero lo último que deseaba era cuidar y
alimentar a la mujer que había dejado plantado a Vico de Alessandro.
—¿Dónde
puedo dejarte?
mariana
se sentía como si hubiera tragado docenas de mariposas y tuviese dificultad
para respirar. Se había embutido en un vestido dos tallas menor y apenas
conseguía que le llegara aire a los pulmones. Levantó la vista y vio unos ojos
azul oscuro enmarcados por largas y gruesas pestañas y supo que prefería
cortarse las venas antes que vomitar delante de un hombre tan escandalosamente
guapo. Las espesas pestañas y la boca llena deberían haberlo hecho parecer algo
femenino, pero no era así. Aquel hombre era demasiado viril para ser confundido
con otra cosa que no fuera un varón cien por cien heterosexual. mariana, que
medía uno setenta y cinco y pesaba casi sesenta y cinco kilos —los días buenos
que no retenía líquido— se sentía pequeña a su lado.
—¿Dónde
te dejo, lali? —preguntó otra vez. Un mechón del espeso pelo castaño le caía
sobre la frente, desviando la atención de la delgada cicatriz blanca que le
atravesaba la ceja izquierda.
—No sé
—susurró. Durante meses había vivido con un horrible peso en el pecho. Un peso
que había estado segura que un hombre como Vicopodría hacer desaparecer. Con Vico
nunca habría tenido que capear acreedores o arrendadores enfadados otra vez.
Tenía veintidós años y había tratado de ocuparse de sí misma, pero, como
siempre, había fallado miserablemente. Siempre había sido un fracaso. Había
fracasado en la escuela y en cada trabajo que había tenido, y había estado
convencida que podría amar a Vico de Alessandro. Hasta ese día. Mientras miraba
su reflejo en el espejo y examinaba el vestido de novia que él había escogido
para ella, el dolor en el pecho amenazaba con ahogarla y supo que no podía
casarse con Viico. Ni siquiera todo ese maravilloso dinero podía conseguir que
ella se acostara con un hombre que le recordaba a H. Ross Perot.
—¿Dónde
vive tu familia?
Pensó
en su abuela.
—Tengo
unos tíos abuelos que viven en Duncanville, pero Lolly no puede viajar por el
lumbago y el tío Clyde tuvo que quedarse en casa para encargarse de ella.
peter
hizo un gesto de fastidio con la boca.
—¿Dónde
viven tus padres?
—Me
crió mi abuela, pero murió hace varios años —contestó mariana, esperando que no
indagase acerca del padre que nunca había conocido o la madre a la que sólo
había visto una vez en el entierro de su abuela.
—¿Amigos?
—Mi
única amiga está en casa de Vico. —Sólo con pensar en mary comenzaba a
palpitarle el corazón. Su amiga se había encargado de que todas las damas de
honor vistieran con el mismo tono color lavanda. Los vestidos a juego parecían
ahora algo tonto y trivial.
Él
frunció los labios.
—Naturalmente.
—Le retiró las grandes manos de la cintura y se pasó los dedos por el pelo—. Me
da la impresión de que no tienes un plan demasiado firme.
No, no
tenía un plan, ni firme ni de ninguna otra manera. Había cogido el neceser de
maquillaje y había salido de casa de Vicosin pensar a dónde iría o cómo llegar.
—Bueno,
demonios. —Él dejó caer las manos y miró a la carretera—. Podrías pensar en
algo.
mariana
tuvo el horrible presentimiento de que si no ideaba algo en los siguientes dos
minutos, peter volvería al coche y la dejaría plantada allí mismo. Y lo
necesitaba, al menos durante unos días, hasta que resolviese qué iba a hacer,
así que recurrió a lo que siempre le había funcionado. Le colocó una mano en el
brazo y se recostó un poco sobre él, lo justo para hacerle pensar que estaba
abierta a cualquier sugerencia que se le ocurriera.
—Tal
vez podrías ayudarme tú —dijo con su voz más húmeda y suave, luego lo completó
con una sonrisa tipo «tú-eres-un-machote-y-yo-una-dama-indefensa». mariana
podía ser un fracaso en todo lo demás, pero era una coqueta consumada y una
autentica bomba de relojería cuando se trataba de manipular a los hombres.
Bajando las pestañas modestamente, lo miró con sus bellos ojos. Curvó los
labios en una sonrisa seductora que prometía algo que no tenía intención de
cumplir. Le deslizó las palmas de las manos por los duros brazos en un gesto
que parecía una caricia, pero que en realidad era una maniobra táctica para
defenderse de las manos rápidas. mariana odiaba que los hombres le sobaran los
senos.
—Eres
tentadora —dijo él, colocándole un dedo bajo la barbilla para obligarla a
mirarlo—, pero no vales un precio tan alto.
—¿Un
precio tan alto? —Una brisa fresca le agitó los rizos, rozándole la cara—. ¿Qué
quieres decir?
—Eh...
—comenzó, luego recorrió con la mirada los senos que presionaban contra su
torso—, quiero decir que tú quieres algo de mí y estás dispuesta a usar tu
cuerpo para obtenerlo. Me gusta el sexo tanto como a cualquier hombre, pero,
cariño, no vales mi carrera.
marianae
lo empujó y se apartó el pelo de los ojos. Había tenido varias relaciones
íntimas en su vida y, según ella, el sexo estaba muy sobrevalorado. Los hombres
parecían gozar de él, pero para ella sólo era algo demasiado embarazoso. Lo
único bueno que podía decir de ello era que no duraba más de tres minutos.
Levantó la barbilla y lo miró como si la hubiera lastimado e insultado.
—Estás
equivocado. No soy esa clase de chica.
—Ya
veo. —La volvió a mirar como si supiera exactamente qué tipo de chica era—.
Eres sólo una coqueta.
«Coqueta»
era una palabra fea. Ella se consideraba más bien una actriz.
—¿Por
qué no cortas el rollo y me dices lo que quieres?
—De
acuerdo —dijo ella, cambiando de táctica—. Necesito un poco de ayuda, y
necesito un lugar donde quedarme unos días.
—Escucha
—suspiró él, cambiando el peso de un pie a otro—. No soy el tipo de hombre que
andas buscando. No puedo ayudarte.
—Entonces,
¿por qué me dijiste que lo harías?
Él
entrecerró los ojos, pero no contestó.
—Sólo
unos días —imploró, desesperada. Necesitaba tiempo para pensar qué hacer en ese
momento en el que su vida se estaba yendo al garete—. No seré un problema.
—Lo
dudo mucho —se mofó.
—Tengo
que llamar a mi tía.
—¿Dónde
está tu tía?
—Allá
por McKinney —contestó con sinceridad, aunque en realidad no deseaba contactar
con Lolly. Su tía había estado más que satisfecha con la elección de marido que
había hecho mariana. Además, aunque Lolly nunca había sido tan descarada como
para pedírselo directamente, mariana sospechaba que su tía esperaba conseguir
con aquel matrimonio una serie de regalos caros como una televisión de pantalla
gigante y una cama articulada.
La dura
mirada de peter la inmovilizó durante un largo momento.
—Joder,
entra —dijo, y rodeó el coche—. Pero tan pronto como te pongas en contacto con
tu tía te llevo al aeropuerto o a la estación de autobuses o a donde demonios
quiera que vayas.
A pesar
de que no era ni mucho menos una oferta entusiasta, mairana no desaprovechó la
oportunidad. Se subió al coche y cerró de un portazo.
peter
encendió el motor, dio un volantazo al Corvette y el coche volvió a la
carretera. El sonido de las ruedas sobre el asfalto llenó el incómodo silencio
entre ellos, al menos fue incómodo para mairana . A peter no parecía molestarlo
en absoluto.
Durante
años había asistido a la «Escuela de Ballet, Claque y Modales de la señorita
Virdie Marshall». Aunque nunca había sido la alumna más brillante, había
destacado más que las demás por su habilidad para cautivar a cualquiera, donde
fuera y en cualquier momento. Pero ahora tenía un pequeño problema. A peter
parecía no gustarle, lo que la dejaba perpleja porque ella siempre gustaba a
los hombres. Si bien no había podido dejar de notar que él no era un caballero.
Blasfemaba con una frecuencia que rayaba lo obsceno y ni siquiera se disculpaba
después. Los hombres sureños que conocía maldecían, por supuesto, pero
normalmente pedían perdón luego.peter no parecía el tipo de hombre que pidiera
perdón por nada.
Lo
observó de perfil e intentó ubicar al «encantador» peter lanzani.
—¿Eres
de Seattle? —preguntó, decidida a que babeara por ella cuando alcanzasen su
destino. Le simplificaría muchísimo las cosas porque, aunque parecía no haberse
dado cuenta, le acababa de ofrecer un lugar donde quedarse algún tiempo.
—No.
—¿De
dónde eres?
—De
Saskatoon.
—¿De
dónde?
—De
Canadá.
El pelo
le golpeó la cara, y ella se lo recogió con la mano y lo sujetó a un lado del
cuello.
—Nunca
he estado en Canadá.
Él no
hizo comentarios.
—¿Cuánto
tiempo llevas jugando al hockey? —preguntó, esperando tener una ligera y
agradable conversación aunque fuera con sacacorchos.
—Toda
mi vida.
—¿Cuánto
tiempo llevas jugando en los Chinooks?
Él
cogió las gafas de sol del salpicadero y se las puso.
—Un
año.
—He
visto jugar a los Stars —dijo, refiriéndose al equipo de hockey de Dallas.
—Un
grupo de asnos maricas —masculló él, al tiempo que se desabrochaba el puño
derecho de la camisa blanca para arremangársela hasta el codo.
No era
una conversación exactamente agradable, decidió ella.
—¿Fuiste
a la universidad?
—No en
serio.
mariana
no tenía ni idea de lo que quería decir con eso.
—Yo fui
a la Universidad de Texas —mintió en un esfuerzo para impresionarle y gustarle.
Él
bostezó.
—Estaba
en la Hermandad Kappa —siguió mintiendo.
—¿Sí?
¿De veras?
Sin
arredrarse ante su «nada-entusiasta-respuesta», ella continuó:
—¿Estás
casado?
Clavó
los ojos en ella a través de las gafas de sol, dejando claro de que había
tratado a la ligera un asunto espinoso.
—¿Qué
eres, una reportera del National Enquirer?
—No. Es
que tengo curiosidad. Como pasaremos algún tiempo juntos, pensé que sería bueno
tener una charla amistosa para llegar a conocernos.
peter
devolvió su atención a la carretera y comenzó a arremangarse la otra manga.
—Yo no
charlo.
mariana
tiró del dobladillo del vestido.
—¿Puedo
preguntar adónde vamos?
—Tengo
una casa en la playa de Copalis. Puedes ponerte en contacto con tu tía desde
allí.
—¿Está
cerca de Seattle? —Se inclinó hacia un lado y continuó dándole tirones al
dobladillo del vestido.
—No. En
caso de que no te hayas dado cuenta, vamos hacia el oeste.
El
pánico la invadió mientras se alejaban un poco más de cualquier sitio
remotamente familiar.
—¡Caramba!,
¿cómo iba a saberlo?
—Pues
porque tenemos el sol detrás.
mariana
no se había fijado y, aunque lo hubiera hecho, no se le habría ocurrido
averiguar la dirección mirando al sol. Siempre confundía eso de
«norte-sur-este-oeste».
—¿Supongo
que tienes teléfono en la casa de la playa?
—Por
supuesto.
Tendría
que poner una conferencia a Dallas. Tenía que llamar a Lolly y a los padres de mery
y contarles lo que había sucedido para que pudieran ponerse en contacto con su
hija. También tenía que llamar a Seattle y enterarse de cómo podía enviar el
anillo de compromiso a Vico. Clavó la mirada en la alianza con un diamante de
cinco quilates de su mano izquierda y estuvo a punto de echarse a llorar. Le
encantaba ese anillo, aunque sabía que no podía conservarlo. Puede que fuera
una coqueta incorregible, pero tenía escrúpulos. Devolvería el diamante, pero
no en ese momento. Tenía que calmarse antes de sufrir una crisis nerviosa.
—Nunca
he estado en el océano Pacífico —dijo, sintiendo que el pánico disminuía un
poco.
Él no
hizo comentario alguno.
marina
siempre se había considerado la cita a ciegas perfecta porque podía hablar
hasta del color del agua, especialmente cuando estaba nerviosa.
—Pero
he ido al Golfo muchas veces —comenzó—. Cuando tenía doce años, mi abuela nos
llevó a mery y a mí en su gran Lincoln. No sabes qué pasada. Ese coche debía
pesar diez toneladas, pero era como si volara. mery y yo nos acabábamos de
comprar unos bikinis realmente preciosos. El de ella parecía una bandera
americana mientras que el mío estaba hecho de seda como los pañuelos. Nunca lo
olvidaré. Fuimos hasta Dallas sólo para comprar ese bikini en J.C. Penney. Lo
había visto en un catálogo y me moría por tenerlo. De cualquier manera, mery es
una Miller por su lado materno y las mujeres Miller son conocidas a lo largo y
ancho de Collin County por las caderas anchas y los tobillos de elefante, no
son atractivas, pero son un encanto de familia. Una vez...
—¿A qué
viene todo esto? —interrumpiópeter.
—Ahora
lo verás —dijo, tratando de seguir siendo agradable.
—¿Pronto?
—Sólo
quería saber si el agua de la costa de Washington está helada.
peter
sonrió y después la miró. Por primera vez, ella notó el hoyuelo de su mejilla
derecha.
—Se te
congelará por completo ese trasero sureño —dijo antes de bajar la mirada al
salpicadero y coger un casete. Lo metió en el reproductor y el sonido de una
armónica puso fin a cualquier intento de conversación.
mariana
fijó la atención en el paisaje montañoso salpicado de abetos y alisos de tonos
rojos, azules, amarillos, y, por supuesto, verdes. Hasta ese momento había
conseguido evitar sus pensamientos que ahora la abrumaban, la asustaban y la
paralizaban. Pero sin otra distracción se precipitaron sobre ella como una ola
de calor en Texas. Pensó en su vida y lo que había hecho ese mismo día. Había
dejado plantado a un hombre en el altar y, si bien el matrimonio habría sido un
desastre, él no se lo merecía.
Todas
sus pertenencias estaban en cuatro maletas en el Rolls Royce de vico, todo
excepto el neceser que descansaba sobre el suelo del coche de John. Había
llenado la pequeña maleta con cosas esenciales para la noche de bodas con vico
Todo lo
que tenía allí era una cartera con siete dólares y tres tarjetas de crédito sin
fondos, una cantidad ingente de cosméticos, un cepillo de dientes y otro para
el pelo, un peine, un bote de laca Aqua Net, seis pares de braguitas con
sujetadores a juego, las píldoras anticonceptivas y una sonrisa.
Se
había superado, incluso siendo mariana esposito.